Boca, una cantera inagotable de historias

En “805 historias: de Boca, del fútbol y de la vida”, el periodista Diego Estévez toma como punto de partida la altura de la Bombonera –Brandsen 805– para enhebrar relatos cortos que sobrepasan el campo de juego. Aquí, una selección del autor.

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Hugo y María Elena se casaron en diciembre de 1968 y se fueron de luna de miel a Bariloche. Dos años después hubo novedades: José María Silvero reemplazó a Alfredo Di Stéfano como DT de Boca y María Elena quedó embarazada.

Mientras la panza crecía, el equipo de Silvero llegó a la final del Campeonato Nacional de 1970 ante Rosario Central. El miércoles 23 de diciembre, en cancha de River, Central se puso 1–0, Rojitas empató con una genialidad y luego, en el suplementario, un cabezazo del Ratón Coch desató la locura. Boca era otra vez campeón.

La muchedumbre invadió el césped y levantó en andas a Roma, Suñé, Meléndez, Marzolini, Madurga, Rojitas y compañía. Uno de los invasores tenía “remera amarilla, pantalón oscuro, apretando una pelota contra el cuerpo. Cuando dio la vuelta olímpica mezclado con los hinchas, pateó la pelota dentro del arco. Y después, eufórico, se lo contaba a cada jugador de Boca: ‘Di la vuelta olímpica en River… Hice un gol en la cancha de River…´. Es el auténtico jugador número doce. Se llama Alberto J. Armando”.

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Los primos picaron en punta. Rafael Aragón Cabrera, su presidente, empezó a negociar con Cyterszpiler. El diálogo, imagino, podría haber sido así:

–Escúcheme, Aragón, Diego quiere ganar esta plata.

–A ver, Cyterszpiler… Nooooo, si yo le pago esto a Maradona, entre Fillol, Passarella y Alonso me piden el Monumental.

–Y bueno, págueles lo mismo que a Diego, él no se va a oponer. Pero la plata que él quiere ganar es esta.

–Cyterszpiler, por favor, seamos serios. Hable con Maradona y después seguimos negociando.

–No hay problema, yo se lo comunico. Pero conociéndolo a Diego, me parece que no vamos a negociar mucho más…

Dicho y hecho. Casi enseguida, Maradona dijo en una nota televisiva que le habían quitado la ilusión de jugar en River y que la prioridad, a partir de ese momento, la tenía Boca. Que él no se oponía a que otros jugadores ganaran lo mismo, pero que sus pretensiones eran cobrar un determinado dinero y no las iba a bajar.

Esas fueron sus declaraciones públicas. En privado, me imagino, debe haber sido mucho más terminante.

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“¡Goool, carajo, goool!”, gritó el viejo asociado de Boca en el palco oficial.

Iba nada más que un minuto de juego y el número 11 del equipo vestido de azul con vivos amarillos había abierto el marcador. Su nombre era Alfredo Oscar Graciani, nada menos, pero había un detalle no menor: faltaban seis meses para que se pusiera la camiseta xeneize. Cuando al socio le hicieron notar su error, se sentó y se agarró la cabeza. El gol había sido de Atlanta, no de Boca.

Los bohemios habían vuelto a Primera A en 1984, luego de su descenso en 1979, y tenían la costumbre de usar en algunos partidos una casaca azul oscuro con vivos amarillos, pantalón y medias azules. Esa fue la vestimenta que llevaron a la Bombonera el domingo 8 de julio. Cuando el árbitro Juan Bava la vio, bajó la orden al vestuario de Boca: “Tienen que usar la camiseta suplente para que no haya confusiones”.

El utilero se quería morir: el juego alternativo amarillo estaba en La Candela, en San Justo, y no había tiempo de ir a buscarlo.

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–¡Y bueno, boludo! ¡Si tienen tantos problemas, ocúpense ustedes y déjenme de romper las pelotas!

Enojado ante nuestros reclamos, el Mono reaccionó. Él era el encargado de armar los partidos de los sábados de los Pulpos Negros, pero para aquel 4 de abril de 1987 había programado dos. El primero, a la mañana y en la cancha del colegio, contra el Toque Toque, nuestro archirrival de los dos últimos años de la secundaria. Y el segundo, a la tarde y en una cancha cerca de la calle Bustamante, contra los amigos de Adrián, nuestro número 10. Jugar en esas condiciones no era lo ideal, desde ya, pero había que cumplir con lo pactado.

Los resultados me traen a la memoria aquella anécdota de Ruggeri en el Ancona de Italia, cuando se conformaba con que Batistuta, a quien debía marcar, no hubiera anotado goles.

“¿Y cómo salieron, Oscar? ¿Ganaron?”, le preguntó el periodista Sebastián Vignolo en su habitual rol de tiracentros. “No, Pollo, perdimos 7 a 1. Pero, ¿sabés cuántos goles metió Bati? ¡Cero!”.

Una oda al egoísmo, un verdadero papelón.

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Yo sabía que mi abuelo Alfonso estaba grave porque lo había ido a visitar a la clínica y no lo había reconocido: me di cuenta de que era él cuando vi a mi tío empujando su silla de ruedas. En ese momento supe que se iba a morir.

Esa situación se produjo un día antes de que el Beto Márcico hiciera un golazo y Boca le ganara 3–2 a Vélez en la Bombonera. Tres días después, el sábado 5 de septiembre, mi abuelo finalmente se murió. Horas antes del partido entre Lanús y Boca.

–¿Para qué te vas a quedar acá? Andá a la cancha y después volvés con nosotros –me dijo mi viejo. Y fui.

Lanús era local en cancha de Independiente y Juanqui y Tomasito me pasaron a buscar por casa. La única condición fue que los acompañara a la Cordero alta, donde había hinchas de… Lanús.

El partido fue malo, pero en el segundo tiempo Villarreal metió dos goles y ganamos 2–0. Goles que no pude gritar, pero mejor que haya sido así. Porque esa noche no estaba para festejos.

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Boca está loco por Passarella”, era el título de tapa de la edición N° 4.101 de la revista El Gráfico. Una foto gigante de la cara sonriente del Káiser, junto a pequeñas imágenes circulares de posibles refuerzos (Zamorano, Roberto Ayala, ¡Almeyda!, ¡¡Ortega!!), terminaban de conformar un panorama desolador. Era como tener al enemigo infiltrado, pero habiéndolo ido a buscar.

Yo no pienso ir a la cancha si contratan a ese hijo de puta –le dije a mi viejo al borde de la indignación.

–Calmate, querés… Todavía no lo contrataron. Y si llega a venir, capaz que arregla el quilombo que hay.

–Me importa un carajo. En Boca no lo quiero.

Pero por más que yo me enojara, en la comisión directiva había unanimidad: al día siguiente de que finalizara el Mundial de Francia, Passarella dejaría de ser el DT de la Selección, cualquiera fuera el resultado, para transformarse en el entrenador de Boca. Una auténtica pesadilla.

Macri era uno de los más convencidos de la llegada del Káiser. Lo consideraba ideal para ordenar el vestuario. Sin embargo, imprevistamente, cambió de opinión.

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Ese partido ante Banfield fue el segundo de los nueve que jugó con la camiseta de Boca un centrodelantero que prometía: Roberto Carlos Sosa.

Cuando Boca incorpora un jugador, a menos que sea una figura indiscutida suele aparecer un interrogante: ¿le pesará la azul y oro? Con Sosa, sin embargo, había cierta tranquilidad, porque en 1998, cuando jugaba para Gimnasia y Esgrima La Plata, había sido goleador del Clausura con 17 goles, una cifra interesantísima para un torneo de 19 fechas. Eso le valió una transferencia al Udinese de Italia, donde jugó hasta mediados de 2002. Luego, por pedido del Maestro Tabárez, llegó a Boca.

Me tocó verlo una noche que perdimos 0–1 en cancha de Lanús. El tipo era alto y tenía un lomo terrible, ideal para fajarse con los centrales rivales, pero… llegaba tarde a todas. Jugó 9 partidos (7 por el Apertura y 2 por la Copa Sudamericana) y no convirtió goles, por lo que a fin de año se marchó a Gimnasia, su viejo club.

Boca es espectacular, pero no te da tiempo –dijo el Pampa años después.

Tenía mucha razón.

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El primero de los dos viajes que hicimos para ver a Boca fue a Córdoba, por la final de la Copa de la Superliga. El equipo parecía repuesto de la derrota en Madrid y lo había demostrado llegando a una nueva final. Enfrente estaría Tigre, un rival que había descendido pero estaba jugando bastante bien. Así y todo, la sensación era que no podíamos perder.

“Yo ya tengo dos entradas. Vos, Pelado, fíjate si podés conseguir más. Y si no, de última, vemos de hablar con el Gordo”, dijo el Sordo, entusiasmadísimo con el viaje. Tanto, que puso su camioneta y dijo que iba a manejar él solo si hacía falta. El Tano, por su parte, alquiló por Internet un departamento con cuatro camas, detalle que podría haber generado una pequeña complicación porque íbamos a ser cinco (Satanás, el hijo mayor del Sordo, se había sumado a la aventura). Sin embargo, el mismo Sordo desarmó cualquier inconveniente con una frase de las suyas:

–Yo llevo un colchón inflable. ¡Olvidate!

Con todo en orden, el sábado 1° de junio nos fuimos para Córdoba.

Foto: @FIFAWorldCup

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Dos cosas fallaron. Las que menos esperábamos, quizás: el colchón y Boca.

Todos dormimos plácidamente esa noche, menos el Sordo. Apenas se acostó, su cama inflable empezó a perder aire hasta dejarlo mano a mano con la dureza del suelo cordobés. Amaneció, por supuesto, de un humor espantoso.

–La concha de tu madre, Pelado. Lo pinchaste vos cuando lo trajiste por la escalera –me acusó sin el más mínimo fundamento.

Mi descargo fue en términos casi jurídicos:

–Andá a lavarte el orto, pelotudo. ¡Si lo subimos al departamento entre todos!

Superadas las “diferencias”, nos fuimos a almorzar a una parrilla… a la que no le quedaba carne. Después de salvar la situación con las hamburguesas de una cadena de comida rápida, nos subimos a la camioneta y enfilamos para el Kempes.

Una vez allí, a Andrada le hicieron un gol insólito, Carlitos jugó de cinco bis, Benedetto erró todos los goles que un delantero puede errar y terminamos perdiendo. Con ese equipo que iba a jugar en la B Nacional.

Para colmo, estábamos cansados, hacía frío y nos quedaban 800 largos kilómetros por recorrer.

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Apenas salimos de Córdoba, paramos en una estación de servicio a comprar unos cafés. El frío calaba hasta los huesos. Y fue en ese momento en que el Sordo tuvo una idea “brillante”.

–Vamos a inflar este colchón de mierda con el escape de la camioneta, así nos turnamos para dormir.

Era algo ridículo, una pavada supina, pero el tipo tenía alma de líder y nadie se atrevió a contradecirlo. Así, tirado en el suelo, empezó a materializar un fracaso anunciado al grito de “acelerá, Satanás”, mientras intentaba unir la válvula del colchón con el extremo del caño de escape. El Choclo, el Tano y yo lo mirábamos con nuestros respectivos vasitos de café en la mano.

Habrá pasado un minuto hasta que el tipo, al vernos inmóviles y sin intenciones de colaborar, estalló en una mezcla de furia e impotencia:

–¡Manga de pelotudos! ¿Se van a quedar ahí sin hacer un carajo! ¡¡¡Vengan a ayudar!!!

De más está decir que el colchón jamás se infló y que, agotados, viajamos como pudimos hasta Buenos Aires.

Eso sí: con la promesa de repetir ese viaje inolvidable.

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