
La afirmación fue el título de The New York Journal, el periódico más popular de la Gran Manzana. En la portada, un dibujo a página completa representaba al crucero en el momento de chocar contra una mina situada en las profundidades de la bahía.
En los días posteriores, el Journal acosó al gobierno para que decretara la réplica militar. “WAR SURE” (“Guerra seguro”) publicó el periódico, con una tipografía especial fabricada para la ocasión. La campaña del Journal, finalmente, disparó la guerra, las ventas del diario y el poder de su propietario: William Randolf Hearst, el zar mediático que Orson Welles inmortalizó en Citizen Kane.
Décadas más tarde se supo que las pruebas exculpaban a los españoles por la explosión del Maine. En 1976, el almirante Hyman Rickover, comandante de la flota de submarinos nucleares estadounidenses, admitió que la causa fue el calor producido por el fuego de una carbonera próxima al cañón de reserva. Una “causa interna”, como sostuvo la comisión española desde el principio.
A pesar de las evidencias, la “fake news” que provocó la guerra todavía persiste. La mayoría de los estadounidenses aún creen que el Maine fue detonado por una mina, y si bien el gobierno norteamericano aceptó el “error”, aún se niega a extender un pedido de disculpa formal a España para no contrariar a la opinión pública.
La «fake history» nació de las «fake news» que publicó el Journal, al punto de que en los círculos de poder estadounidenses bautizaron la contienda como “The Hearst’s war” (La guerra de Herast). El periódico trucó fotos, fraguó relatos, inventó personajes y hasta secuestró personas para promover la “guerra por la libertad” en la isla. Hearst libró la campaña sucia por razones comerciales y disputas domésticas de poder, pero su acción tuvo consecuencias geopolíticas indelebles: la “Guerra de Cuba” implicó la retirada definitiva del imperio español sobre América Latina. Y el inicio de la expansión injerencista de Estados Unidos en la región.
Una “fake news” es, por definición literal, una noticia falsa. Y la difusión de noticias falsas para generar hechos políticos es una práctica extendida entre los medios tradicionales desde mucho antes que Hearst. La irrupción de las redes sociales como vehículos de fake news representa, en tal caso, una amenaza a un modelo de negocios que se sirvió de las noticias -falsas o manipuladas- como herramientas de extorsión política y sugestión social.
Lo que molesta a los medios tradicionales, entonces, es la competencia: que las redes les disputen el monopolio de la intoxicación noticiosa y la desinformación. Lo mismo corre para los políticos que, como la ministra de seguridad Patricia Bullrich, se sirvieron de información falsa para aliviar encerronas políticas, atacar a enemigos o lanzar bombas de humo.
Si no fuera grave -por el poder de los involucrados-, resultaría gracioso -por lo patético- que la ministra se considere la “primera víctima” de las fake news por un simple meme. Y que la prensa oficialista, difusora de las noticias falsas de la ministra, la presente como tal. Algo así como una fake news sobre una fake news.
Total normalidad.
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