Cómo fueron los días previos al arresto de Perón, que terminaría desatando el alzamiento popular del 17 de octubre de 1945. La situación dentro del Ejército y el análisis de la embajada de Estados Unidos. Las intrigas y el azar que desembocaron en una movilización que modificó el rumbo.

Hasta que, de pronto –exactamente a las 23:25–, su figura, acompañada por otras siluetas, apareció en el balcón de la Casa Rosada. La multitud seguía rugiendo su nombre, ahora con euforia.
Entonces, a modo de saludo, el coronel Juan Domingo Perón levantó los brazos como un boxeador al celebrar un triunfo.
– ¡Trabajadores! –gritó, a través de un micrófono.
Pero no pudo continuar. La ovación de los aludidos se prolongaría por casi un cuarto de hora, al cabo del cual completó su mensaje.
Así, al concluir esa jornada, la del 17 de octubre de 1945, el azaroso flujo de los acontecimientos acababa de parir al peronismo. Ya era hora. Y por una razón casi borgiana: el antiperonismo ya existía.
A 80 años de los hechos, bien vale explorar esta paradoja.
El primer trabajador
Ante todo, un resumen de época: se cumplían dos años y casi cinco meses de la Revolución de 1943. Un golpe de Estado que puso fin a la denominada “Década Infame”, iniciada en 1930 con otro golpe de Estado –el primero del siglo XX–, comandado por el general José Félix Uriburu contra Hipólito Yrigoyen.
Su etapa final –signada por el fraude patriótico y la corrupción– estuvo presidida por un civil, el dirigente conservador Ramón Castillo.
El tipo era lo suficientemente impresentable como para que, desde el seno del Grupo de Oficiales Unidos (GOU), una logia castrense que propugnaba un nacionalismo –diríase– variopinto, se urdiera un complot que se lo llevó puesto.
Así llegaron al Sillón de Rivadavia, sucesivamente, los generales Arturo Rawson, Pedro Ramírez y Edelmiro Farrell.
En ese contexto empezó la carrera política de Perón. A los 49 años, este oficial de Infantería –ya en pareja con Eva Duarte, de 25– tenía un venturoso futuro en el ámbito de la función pública. En resumidas cuentas, desde 1944 obtuvo tres cargos claves, que terminó ejerciendo de modo simultáneo: ministro de Guerra, secretario de Trabajo y vicepresidente.
Tal acumulación de poder, claro, le granjeó más recelos que amigos.
Pero vayamos por partes. Desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, Perón se atrevió a iniciativas que no les causarían gracia a los integrantes de lo que se podría considerar como el “círculo rojo” de la época.
De hecho, instauró de un plumazo los convenios colectivos de trabajo, el aguinaldo, las vacaciones pagas para los asalariados y las indemnizaciones por despido. También mejoró el régimen de las jubilaciones, impulsó el Estatuto del Peón de Campo y del Periodista, creó la Justicia Laboral y hasta una Policía del Trabajo para así garantizar la aplicación de ese ordenamiento. Además puso en marcha una regulación básica entre el capital y el trabajo. Y modernizó la ley de asociaciones sindicales. A la vez, dispuso la edificación del policlínico para ferroviarios y escuelas técnicas orientadas a obreros, entre otras medidas.
Ya a principios de 1945, Farrell y Perón empezaron a preparar el clima para declararle la guerra al eje Tokio-Berlín (Italia ya se encontraba ocupada por los aliados) y ello generó desavenencias con los militares “neutralistas”. A eso se le sumó la legalización del Partido Comunista y los decretos que prohibían los periódicos nazis Cabildo y El Pampero.
El empresariado ya lo miraba a Perón con malos ojos. Y, para colmo, por esos días llegó al país alguien que incidiría en esa polarización: el embajador de los Estados Unidos, Spruille Braden. El tipo estaba convencido de que la Divina Providencia lo había elegido para neutralizar al coronel, exacerbando así el conflicto interno.
El antiperonismo comenzaba a brillar con luz propia.
La vanguardia de tal sentimiento se concentraba en la Bolsa de Comercio, en la Cámara Argentina de Comercio y en la sociedad Rural Argentina (SRA), junto con un centenar de organizaciones patronales. Buena parte de la prensa se les plegó, mientras que la clase alta y media aportaron el “capital humano”.
En tanto, el movimiento sindical –que aún no adhería orgánicamente al secretario de Trabajo– no tardó en salir en defensa de su política laboral. Y el 12 de julio, la CGT convocó a un paro general “contra la reacción capitalista”, rematado con un acto bendecido por una notable convocatoria.
En paralelo, la oposición organizaba marchas no menos concurridas. Una en particular –realizada el 19 de septiembre– reunió 200 mil personas.
Entre los partidos políticos que la apoyaban resaltaba el radicalismo, el Partido Demócrata Progresista, el Demócrata Cristiano el Conservador, cierto sector del Partido Socialista y una fracción minoritaria del comunismo. En aquellas idas y vueltas transcurría el invierno de ese año
La palabra “gorila” ya se escuchaba en boca del campo popular. Pero aún no había “peronistas” declarados.
Manu militari
La situación interna del Ejército era un capítulo aparte.
La marcha del 19 de septiembre había generado en las Fuerzas Armadas una ebullición deliberativa. Y si bien muchos uniformados apoyaban a la dupla formada por Farrell y Perón, eso no era unánime. De modo que los planteos de los sectores más críticos hacia ellos se hicieron sentir. Concretamente, lo que se cuestionaba era la permanencia de Perón en sus cargos.
Fue el 8 de octubre cuando, en Campo de Mayo, los oficiales votaron eso en concordancia con el jefe de la unidad, general Eduardo Ávalos.
Cabe destacar que su operador civil era el radical Amadeo Sabatini.
Algo que había acentuado la animosidad de Ávalos hacia Perón fue nada menos que la influencia que –según él– ejercía Evita sobre él. Lo cierto es que ella no era muy bien vista en los cuarteles.
Pero pongamos el foco sobre ese lunes, en el que Perón cumplía 50 años. Y para celebrarlo compartió un lunch preparado por sus leales en el sótano del Ministerio de Guerra. Él aún no suponía que su suerte ya estaba echada: Campo de Mayo se había convertido en un foco rebelde.
Fue el general Franklin Lucero quien le comunicó la noticia. Pero no sin proponerle un plan para sofocar el “rechifle”. Perón lo rechazó. Quería evitar un baño de sangre. Al día siguiente, Ávalos le envió un emisario, el general Juan Pistarini, para decirle que Farrell le había quitado su apoyo.
Era una verdad a medias: el presidente había perdido su poder, pasando a ser una figura decorativa. Quien ahora realmente cortaba el bacalao era Ávalos.
A las cinco en punto de la tarde, Pistarini llegó al departamento de Perón, sobre la calle Posadas. Perón firmó la renuncia a sus cargos, no sin pedir la baja.
Recién entonces, dijo:
–Se la entrego manuscrita para que vean que no me ha temblado el pulso al escribirla.
Ese martes había comenzado así la cuenta regresiva al 17 de octubre. Pero faltaban muchos hechos y circunstancias para ese día. Al difundirse la noticia, hubo incidentes con heridos en las calles. Mientras tanto, Perón y Evita permanecían en su departamento, donde él recibió a unos pocos colaboradores y amigos. Aún no sabía sus próximos pasos. Entre los visitantes estaban los sindicalistas Luis Gay y Cipriano Reyes. Días después organizaron un acto, con 70 mil personas, para apoyar a Perón. Durante los días siguientes hubo otras escaramuzas callejeras.
En tanto, Ávalos asumía como ministro de Guerra, dejándolo a Farrell en la Casa Rosada para fingir que gobernaba. En rigor, Ávalos fue tildado de “blando” por ciertos oficiales por no haber fusilado a Perón. Entre ellos, el mayor Desiderio Fernández Suárez. Había que ver a ese sujeto de ojillos perturbadores y mandíbula cuadrada, al dar un puñetazo sobre una mesa del Círculo Militar. Entonces, vociferó:
– ¡Hay que matar a Perón!
Su nombre adquiriría relevancia una década después, porque lo menciona Rodolfo Walsh en su libro, Operación Masacre, al identificarlo como el esbirro que dirigió los fusilamientos de José León Suárez.
El 12 de octubre, Perón fue detenido y llevado a la isla Martín García en la cañonera Independencia. Evita quedó en la casa de la actriz Pierina Dealessi.
Las primeras horas de Perón en cautiverio fueron signadas por la abulia. Un desasosiego del que lo rescató la escritura. Entonces redactó media docena de misivas; dos para Evita, a la que le prometía contraer enlace e irse a vivir con ella a la Patagonia. El general Farrell fue otro de sus destinatarios, a quien le dedicó las siguientes palabras: “Imaginará cuál es mi dolor al ser detenido por su orden después de los sucesos de estos días. Hubiera preferido ser fusilado por cuatro viejos montañeses y no pasar por lo que estoy pasando”.
A su vez, Ávalos cantaba victoria antes de tiempo. Pero aún no lo sabía. También ignoraba que varios alfiles de Perón hacían lobby para él; entre ellos, el coronel Domingo Mercante y Cipriano.
Las agujas del reloj de la Historia no se detenían.
En la isla, Perón fue revisado por el capitán-médico Miguel Mazza, quien había sido subordinado suyo. Y sería su llave para salir de allí. A tal efecto –además de llevarse las epístolas de Perón para entregarlas a quienes iban dirigidas– elevó un informe con su rúbrica asegurando que el clima de ese sitio era “pernicioso para la salud del detenido”. Luego a Perón se lo trasladó a Buenos Aires y fue internado en el piso 11 del Hospital Militar Central.
Ya corría el mediodía del 15 de octubre y él se encontraba otra vez en el “teatro de operaciones». Evita estaba, con su hermano Juan Duarte, a bordo de un auto estacionado sobre la avenida Luis María Campos, junto a la vereda del hospital. Y no pudo ver a su hombre. Pero él le mandó u mensaje para indicarle que lo esperara en el departamento de la calle Posadas.
El hecho maldito
“Perón es un cadáver político”, escribía, por aquellas horas, un funcionario de la Embajada de los Estados Unidos a Washington.
Pero la agitación popular ya corría como un reguero de pólvora. En Rosario había marchas obreras para pedir la libertad de Perón. En Tucumán, los azucareros declaraban un paro por tiempo indeterminado. Cipriano movilizaba a los suyos. Un número indeterminado de focos obreros comenzaban a titilar. Desde los cuatro puntos cardinales avanzaban columnas hacia la Plaza de Mayo.
Raúl Scalabrini Ortiz resumió aquella erupción con apenas siete palabras: “Es el subsuelo de la patria sublevado”. La “contra” hablaba por esas mismas horas de “aluvión zoológico”.
Al mediodía, en la Plaza de Mayo ya había 30 mil personas. Y el calor se hacía sentir. Fue cuando algún reportero gráfico inmortalizó ese momento con la famosa foto de la muchachada metiendo las patas en la fuente.
Con el paso de las horas, el sitio se iba colmando.
Ávalos lo veía desde una ventana de la Casa Rosada sin dar crédito a sus ojos. Junto a él, Farrell permanecía en silencio.
A esa misma hora, la policía levantaba los puentes de ingreso a la ciudad, pero el gentío se las arreglaba para cruzar el Riachuelo.
En el centro hubo decenas de manifestaciones relámpago. El flujo de los manifestantes era interminable
Al caer el sol, en la Plaza de Mayo y sus alrededores ya no cabía un alfiler. Pero las columnas seguían llegando.
Sólo faltaba su protagonista.
A esa hora Perón se afeitaba en un baño del Hospital Militar; aún vestía pijama. ¿Qué pensamientos habrían cruzado en ese instante por su mente?
La Plaza de Mayo parecía un volcán al borde de la erupción.
A las 23:25 Perón apareció en el balcón de la Casa Rosada. La multitud rugía su nombre.
A modo de saludo, él levantó los brazos como un boxeador al celebrar un triunfo. Entonces, pronunció con voz ronca la palabra mágica:
-¡Trabajadores!
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