Son activos usurpados como las toneladas de oro depositadas en Banco de Inglaterra y el avión de línea Conviasa en la época de Alberto Fernández. La historia oculta detrás del atraco de la petrolera estatal, filial de PDVSA.

En medio de otro de los fracasados intentos golpistas contra el gobierno bolivariano, en 2022, cuando Joe Biden retomaba la tarea destructiva iniciada por Donald Trump durante su primer mandato, Caracas activó los recursos a su alcance para transparentar las diversas fases de bloqueo, diseñadas por EE UU y ejecutadas en forma de robo por sus aliados. La estrategia de Caracas apuntaba a la recuperación de sus activos usurpados: CITGO y, en igual plano, las 31 toneladas de oro depositadas bajo custodia del Banco de Inglaterra. En otro plano buscaba rehacerse de Monómeros, una petroquímica binacional colombo-venezolana usurpada por los gobiernos ultraderechistas de Bogotá. Pero allí la cosa era y fue diferente, porque se avizoraba el triunfo electoral de Gustavo Petro y, con él, el regreso a las políticas de la decencia y la restitución de la empresa a su status originario.
Ese vergonzoso paquete de apropiaciones –al que se sumó el gobierno argentino de Alberto Fernández con la retención y luego entrega a EE UU de un avión de Conviasa– fue evaluado en 2021 por el Congreso, que estableció las pérdidas en unos U$S 194.000 millones (a valores de hoy ese monto superaría largamente los 300.000 millones). La cadena de robos se amplió en 2019, cuando el ignoto Juan Guaidó se autoerigió presidente en comisión, elegido por EE UU, apoyado por la UE y la OEA y su entonces secretario Luis Almagro, y por los gobernantes usurpadores de Gran Bretaña. Militaron por él los mínimos sectores ultraderechistas internos, dirigidos por los terroristas Leopoldo López y Corina Machado, responsables del asesinato de 43 venezolanos en las “guarimbas” de 2014 y este año insólitamente designada Premio Nobel como defensora de la paz.
El robo compartido no sólo descalifica el accionar político de EE UU y sus aliados –vecinos y de entre casa– que de la mano de una impresionante burocracia de 1600 agentes comandada por Guaidó-López-Machado actúa en todo el mundo occidental. Reciben un sueldo directamente desde Washington. CITGO es el generador de la fuga de los millones de dólares que han desaparecido. No lo dicen los bolivarianos, sino sus propios socios en el negocio. Lo dijo Julio Borges, un exsocialdemócrata de Acción Democrática que tras saltar por múltiples partidos, en un proceso que tiene sus símiles en Argentina, finalmente recaló como canciller infiel de Guaidó: “Debemos pasar los bienes a un fideicomiso para evitar que la plata de los venezolanos vaya a las cuentas bancarias de Guaidó”.
Cuando en 2022 Venezuela lanzó su “campaña de esclarecimiento” sobre los robos sufridos a manos del norte occidental, su prédica conllevaba la denuncia sobre la ausencia de la tan proclamada seguridad jurídica exigida por las potencias para sus multinacionales pero que, sin embargo, no ha imperado para Venezuela. En su orden, cuando EEUU se quedó con CITGO, el banco inglés con el oro, el gobierno pre-Petro de Colombia con Monómeros y hasta el argetnino de AF con el carguero de Conviasa. Venezuela volvió a la carga y ahora, apenas conocida la imposición del juez de Delaware que dictaminó la venta forzosa de CITGO, denunció que “este hecho constituye un vulgar y bárbaro despojo de un activo venezolano en territorio norteamericano mediante un procedimiento fraudulento”.
El proceso judicial en EE UU se originó en demandas de acreedores, encabezados por la minera canadiense Crystallex, que reclamaron indemnizaciones por expropiaciones. Al cabo de varias rondas el juez Leonard Stark aprobó la venta forzosa de las acciones de la empresa para repartir el producto de la subasta –con un oferente ya elegido al margen de toda transparencia– entre múltiples acreedores. El gobierno bolivariano, que no ignora que está ante una batalla política y no judicial, denunció que esas acciones fueron facilitadas por venezolanos que tomaron control de facto de la empresa cuando, en el primer mandato de Trump, Washington desconoció al gobierno constitucional de Nicolás Maduro y, en su lugar, le dio cabida a Juan Guaidó y un supuesto “gobierno interino”.
En un país con una Justicia tan sumisa como tantas bien conocidas por estos lares, la elección de Delaware como sede judicial donde se perpetraría el despojo no fue casual. El estado del nordeste norteamericano es un perfecto paraíso fiscal, un “estado con impuestos ligeros”, como lo dice su legislación. En eso de su ligereza Delaware compite con Bahamas y las Islas Vírgenes Británicas, lugares de ensueño para constituir empresas sospechosas. No hay impuesto sobre las ventas, no importa si la ubicación física de una compañía está o no en el estado. Ninguna operación de compra-venta está sujeta a aranceles de tipo alguno. No existe un impuesto sobre renta empresarial. Delaware tampoco recauda impuestos a la propiedad personal (existe un mínimo casi formal sobre la propiedad inmobiliaria). No hay impuestos a la herencia y tampoco a capital social. Ni siquiera IVA.
No hay nada que explique por qué la causa CITGO cayó en la cueva judicial de un paraíso fiscal. O sí. Es una perfecta muestra del odio imperial sincronizado hacia todo lo que sobreviva a los chantajes. Y en el caso específico de CITGO es una expresión post mortem de odio hacia Hugo Chávez, ese mulato que se atrevió a tanto, en la mismísima boca del lobo. Por idea de Chávez nació el “No al ALCA” y durante siete años la petrolera entregó combustible de calefacción gratuito a dos millones de pobres del Bronx y de 23 estados de la Unión. El efecto social de ese gesto fue reconocido hasta por quienes no comulgan con el proceso bolivariano. En un despacho del 11/12/2007 la agencia británica Reuter decía que en ese invierno la ayuda llegaría a 200 mil familias que “recibirán unos imprescindibles 45 millones de galones (3,8 litros por galón)” para sobrevivir a las temperaturas bajo cero.
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