Belacqua, primer libro de ficción publicado por un joven y todavía anónimo Samuel Beckett, es una obra hostil porque no le hace ningún favor al lector salvo el de no mentirle: la existencia es un malentendido y el fracaso es inevitable.

“Al ser por naturaleza alguien muy flojo, alguien atrapado en su propia flojera, alguien que solo buscaba poder quedarse en un mismo lugar a merced de eso que él llamaba las Furias, a veces se preguntaba si el remedio no sería peor que la enfermedad”, describe el narrador al protagonista en Ding Dong, uno de los primeros cuentos del libro, haciendo evidente la influencia: Belacqua es también el holgazán de La divina comedia de Dante (el apellido Shuah, refiere Battistón, es tomado del abuelo de Onán en el Viejo Testamento).
No es la única asociación inmediata. Las citas son múltiples y en varios idiomas. Probablemente sea más fácil reconocer al admirado Joyce o las comentadísimas tragedias griegas o las alusiones directas a cuentos y autores (de Shakespeare a Perrault pasando por Dickens y Verne) pero también pululan pasajes que remiten a pinturas, refranes, hechos policiales, adagios, lemas políticos, tipos de cerveza, himnos anglicanos y yeguas premiadas, entre muchas otras entradas enciclopédicas que, exceptuando al erudito en todas las ciencias y artes, sin las notas al pie sería imposible reconocerlas o al menos enterarse.
Belacqua es un libro hostil porque no le hace ningún favor al lector (es válido imaginar que Beckett no supiera cómo hacerlo en el improbable caso de que estuviera interesado), salvo el de no mentirle: la existencia es un malentendido y el fracaso es inevitable.
“Belacqua es también, en gran parte, una caricatura del propio autor, en un momento donde no tenía la menor idea de qué iba a hacer de su vida”, define Battistón. Se puede agregar –arriesgar– que sin Belacqua no hubiera acontecido la confianza necesaria para mudarse al francés y escribir las geniales y absurdas Esperando a Godot (1949) y Final de partida (1957) ni la trilogía consagratoria Molloy (1951), Malone muere (1951) y El innombrable (1953) – que Godot reeditó oportunamente– ni aquello de que renovó “las formas de la novela y el drama” para justificar su Nobel en 1969 ni la fama a escala mundial que siguió después de muerto.
El rechazado Beckett de Belacqua escribió: “La vida le parecía una serie de chascos escalonados”. Mucho tiempo después, ya viejo y venerado, no pudo desmentirse.
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