Pararse en la dignidad: la lucha de las Madres de Ituzaingó Anexo contra los agrotóxicos

Por: Soledad Iparraguirre

Un fragmento de "Anestesiar la memoria" (Capítulo I, El Infierno) del libro La lucha de las Madres de Ituzaingó Anexo contra los agrotóxicos, en defensa de la vida (CFP24 Ed.).

Envuelta en el recuerdo de Nandy, sentada en el umbral de su casa, Sofía rompe en llanto. Aunque por momentos procure anestesiarla, la memoria empecinada surca el aire y no le da respiro: el doctor explicándole que la beba que lleva en el vientre padece una malformación de riñón, que será intervenida al nacer; la preocupación inicial, debidamente sosegada; el parto que llega a término; los ecos del llanto de Nandy, cuando asoma a la vida; el rostro felizmente ansioso de su marido mientras pregunta, en cuanto pone un pie en la habitación, “¿dónde está la Nandy?”.

El resabio de voces desconocidas, lejanas, punzantes. Pero una voz, una entre todas, la voz de aquella enfermera que se acercó con una colchita gris a cuadros y le preguntó si quería tenerla un momento en brazos. “Está muerta, pero todavía está calentita”, le zampó sin anestesia esa tosca mujer en la Maternidad Provincial, un día impreciso de abril de mediados de los noventa que el recuerdo traicionero, a fuerza de apaciguar el desgarro, se niega a precisar. La memoria de Sofía Gatica se erige desde entonces, en una espiral que se retuerce y por momentos se esfuma, alzando barreras que ni ella misma, en ocasiones, puede atravesar.

Sentada en el umbral, a escasos metros de los campos que fueron sistemáticamente sobrevolados por las avionetas fumigadoras, la memoria surca los tiempos de urgencias con Isaías, el hijo mayor, cuando debía dejar lo que estuviera haciendo para correr al jardín de infantes cada vez que las maestras llamaban porque el pequeño quedaba paralizado, sin poder caminar. 

“Al comienzo yo estaba sola, no estaba intentando nada, no sabía a lo que me enfrentaba, lo que se venía, no sabía nada. Empecé a hacer un relevamiento por la ausencia del Estado y porque ya había perdido una hija. Muchos hacen hincapié en que empecé la lucha porque perdí a una hija y no es así. Yo lo hice justamente porque tenía un hijo que no podía caminar, el Isaías.

Después de cada fumigación, me llamaban del jardincito: ‘Señora venga a buscar a su hijo que ha quedado discapacitado’. Yo ahí abro los ojos, había perdido a mi hija y no quería volver a pasar por eso, ¿cómo decirlo? Yo estoy luchando por los vivos, no por los muertos; el temor de perderlo también a él es lo que me hace ver que había algo que nos estaba enfermando. De estar lo más bien, tenía que salir corriendo con el chico en brazos. 

Estábamos muy lejos de los hospitales y debía buscar un taxi o remís y había que juntar los pesos para llevar al chico de un hospital al otro. Luego, por medio de la obra social, logramos que lo internaran, y me dijeron que era un virus, pero que no sabían a qué se debía. Eso me dijo un médico en la Clínica del Sol, que no sabía qué tenía.

Mi marido trabajaba en la construcción, no había plata porque no había mucho trabajo y andar de un hospital a otro, porque nos decían que no podían atenderlo, se hacía difícil. Él gritaba muchísimo, se desvanecía y se le empezaba a paralizar el cuerpo. Yo lo llevaba en brazos a la parada del colectivo. Una vez, llamamos un remís y el hombre salió a mil, nos dejó en el hospital y me dijo que luego pasaba por mi casa a cobrar el viaje, pero jamás pasó. Yo le debo la vida de mi hijo a ese hombre, vio nuestra desesperación. ‘Nos vamos a morir’, pensaba yo. Cuando hago el relevamiento, la primera casa a la que voy es la de Susana, y ella me dice: ‘Pero si yo perdí a mi hijo, Sofi, y como a vos me entregaron un cajoncito blanco’.

Y entramos a sacar la cuenta entre las dos: a todas en la cuadra nos habían entregado un cajoncito blanco. Se lo habían dado a ella, a mí, a la Vero, a la Marcela, a la hermana de la Marcela, éramos cinco o seis en la misma manzana. En ese momento, no conocía mucho a las otras mujeres. Con la única que me hablaba era con Susana porque estaba frente nuestro y me ayudaba con los chicos; yo hasta le dejaba la llave de mi casa. Cuando hago ese relevamiento, me entero de Brisa, una chiquita que tenía leucemia y se me une una señora, Beatriz López Ferreira, que reclamaba por el agua.

Ella decía que el agua estaba salada, entonces me acerqué, le comenté lo que venía averiguando y me ofreció ayuda. Con ella trabajé dos días, vimos a la familia Frías e hicimos tres o cuatro casos. Era la única del barrio que tenía computadora, entonces me transcribió todo y el marido desde la oficina me hizo el mapa. Esa información la presenté al Ministerio de Salud, me acompañó otra vecina.

Ese primer informe me lo aceptaron y lo cajonearon. No me creían que lo había hecho yo de lo completo y bien hecho que estaba. Lo que me hizo clic, también, fue ver a la esposa del carpintero con un pañuelo en la cabeza. ‘Está con quimio, están todas con quimio’, pensé. A la vuelta de mi casa había varias mujeres con pañuelos en la cabeza. Había visto a la maestra y, en el barrio, a varias otras más. Subía al colectivo y viajaban tres, cuatro chiquitos con barbijo por la leucemia. Relacioné los cajoncitos, los pañuelos y los barbijos y fue ir a golpear las puertas casa por casa. Algo nos estaba enfermando y nos habíamos acostumbrado a vernos enfermos.  

El 25 de marzo de 1996 quedará grabado como una fecha bisagra que marcó un punto de inflexión, un antes y un después en los modos de entender y concebir la producción agrícola ganadera en nuestro país. Ese día, a partir de un trámite exprés firmado por el ingeniero Felipe Solá –por entonces secretario de Agricultura durante el segundo mandato de Carlos Menem–, fue aprobada la comercialización de la soja Roundup Ready de la multinacional Monsanto. Un puñado de funcionarios decidió aquella jornada, que Argentina abriría sus puertas al ingreso irrestricto de organismos modificados genéticamente en laboratorio, conocidos por su sigla, OGM. Ya no habría vuelta atrás.

Ituzaingó Anexo pasó a ser, en unos pocos años, postal ineludible de la tragedia que sobrevolaría – al igual que las avionetas fumigadoras- cada territorio pulverizado de nuestro país. El barrio obrero enfermó; abortos espontáneos, malformaciones, tumores cerebrales, diabetes, cáncer y enfermedades discapacitantes pasaron a ser parte del cotidiano, en un lugar en el que el 82 por ciento de los niños llegó a tener agrotóxicos en sangre.

Ellas se preguntaron qué pasaba y arremetieron contra la desidia de los poderes públicos y el silencio de gran parte de los vecinos. Fueron ninguneadas, tildadas de locas, reprimidas. Pioneras en denunciar el modelo agro-tóxico que enferma, contamina y mata, estas mujeres parieron una lucha que hoy, veinte años más tarde, se replica en cada pueblo envenenado. Motorizaron el bloqueo por el que la multinacional Monsanto debió dar marcha atrás en la construcción de la mayor planta procesadora de maíz en Malvinas Argentinas y llevaron por primera vez a juicio, a los productores que los enfermaron. Y van por más.

  • Fragmento de Anestesiar la memoria (Capítulo I, El Infierno) del libro «Pararse en la dignidad: la lucha de las Madres de Ituzaingó Anexo contra los agrotóxicos, en defensa de la vida» de Editorial, CFP24 ediciones. (Centro de Formación Profesional N 24, Flores, CABA)

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