Política no, adoctrinamiento sí

Por: Estefanía Otero / Gabriel Quinzani

El movimiento estudiantil secundario tiene una larga trayectoria en nuestro país, que incluye algunos hitos como la discusión “libre o laica” del ´58, la noche de los lápices del ´76, la multiplicación de centros de estudiantes en el ´83 y las movilizaciones contra las reformas educativas de los ´90. A su vez, las demandas y reivindicaciones han variado a lo largo del tiempo: el boleto estudiantil, mejoras en la infraestructura, en las viandas y en las ACAP, que en general cuestionan el bajo presupuesto destinado a la educación. Si bien estos procesos han tenido una centralidad en la Ciudad de Buenos Aires, sobre todo en escuelas de mayor trayectoria política como las públicas tradicionales y las preuniversitarias, el movimiento estudiantil integra a sectores sociales heterogéneos.

Actualmente, las leyes educativas habilitan que las/os estudiantes puedan votar a partir de los 16 años, promueven su derecho a la organización autónoma y gremial en centros de estudiantes u otras formas de organización y establecen la intervención estudiantil en las normas escolares. Las/os estudiantes han remarcado que implementan esta forma de intervención en el espacio público (ocupación de las escuelas), así como el pernocte (pasar la noche en la institución sin interrumpir otras actividades), cuando las instancias anteriores de diálogo fueron agotadas o directamente negadas. Además, estas prácticas no son novedosas, sino que se registran experiencias desde hace dos siglos por lo menos: por ejemplo, durante el año 1796, en el Real Colegio de San Carlos -actual Colegio Nacional de Buenos Aires-, un grupo de estudiantes se amotinó por malas condiciones de alimentación y la reiteración de castigos corporales aplicados por los celadores.

Las tomas ponen en evidencia, entonces, la espesura del conflicto, que en estos momentos involucra más de veinte escuelas públicas de gestión estatal de diferentes modalidades y orientaciones, y a su vez reconoce antecedentes cercanos. En los años 2010 y 2011, alrededor de cincuenta centros de estudiantes tomaron las escuelas como estrategia de reclamo al entonces jefe de gobierno Mauricio Macri. Mientras que, en 2017, fueron unas treinta las escuelas tomadas, en la gestión de Horacio Rodríguez Larreta, quien definió poner en marcha un “protocolo anti-toma” (Resolución N° 643/18), que establecía los pasos a seguir frente a una “toma” de establecimiento educativo.

En esta oportunidad, el gobierno de CABA decidió avanzar contra las tomas y redoblar la apuesta, sin abordar las demandas estudiantiles: denunciar civilmente a las/os adultas/os responsables de las/os jóvenes que estuvieran ocupando una escuela (¿en nombre de qué delito?), hacerles pagar multas como castigo patrimonial (los días de clase que se pierden por problemas de infraestructura nos serían un costo) y que la policía de la Ciudad los visite en sus hogares (¿para averiguar qué?). La judicialización del derecho a la protesta y criminalización a las familias resultan respuestas reiteradas en la persecución del gobierno porteño hacia las intervenciones políticas juveniles que ponen en evidencia el modelo excluyente que sostiene.

Resultan preocupantes las expresiones del jefe de gobierno y la ministra de educación, en las que además de evitar el diálogo con las/os estudiantes, les niegan su calidad de ciudadanas/os y autonomía al denunciar que son instrumentadas por partidos políticos y organizaciones sindicales. Entonces, ¿a quiénes consideran interlocutoras/es? ¿qué estilo de convivencia escolar promueven si las voces de las/os jóvenes quedan por fuera? ¿cómo se construyen los vínculos entre gobernantes y gobernados cuando las respuestas ante la política, como instrumento de modificación de la realidad, son la criminalización y judicialización?

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