Taiwán, entre el tiempo y la sangre

Por: Eric Calcagno

¿Querrá Occidente abrir un tercer frente de conflicto en el estrecho de Taiwán y, encima, contra China? ¿Podrá sostener en el campo lo que dice en los medios?

Mi padre y yo fuimos una vez a almorzar con Juan V. Sourrouille, ya alejado de cualquier función pública. Ahí nos contó el encuentro de Alfonsín con Deng Xiaoping, por entonces líder de China. Sourrouille decía que la exposición de Alfonsín había sido de las más brillantes que le escuchó: habló de las décadas de la Argentina, del paso de la dictadura a la democracia… Deng escuchó con atención. Cuando le tocó hablar, dijo que el último siglo había sido malo para China, pero que el próximo siglo sería muy bueno. Hablaba en siglos. Lo que para nosotros pueden ser veinte años, para ellos son dos siglos.

En efecto, el siglo que duró de 1842 (Primera Guerra del Opio) hasta 1949 (proclamación de la República Popular) le costó a China cerca de 53 millones de muertos, entre la Rebelión Taiping, la Segunda Guerra del Opio, la Rebelión Bóxer, la Primera República, la intervención japonesa, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil. En todos esos actos los extranjeros estuvieron presentes, ya sean norteamericanos, rusos, franceses, británicos, japoneses o italianos. Mediante los “tratados desiguales” los ingleses obtuvieron el permiso de vender opio, prohibido en China. Para 1900, había 140 millones de chinos adictos al opio sobre 500 millones. Todos los occidentales se beneficiaron de la extraterritorialidad jurídica, tuvieron propiedad de puertos y ejercieron soberanía sobre concesiones territoriales. Un modelo de colonia. ¿Una colonia modelo?

De allí que una opinión recurrente hoy entre los ciudadanos chinos sostenga que “Mao nos hizo libres, Deng nos hizo prósperos, Xi nos hace fuertes”. En realidad no es una cuestión tan lineal, ya que la soberanía, el desarrollo y el poder en China no pueden ser separados, cada concepto retroalimenta a los otros dos. Durante 155 años Hong Kong fue una colonia inglesa, hasta que los acuerdos entre Deng Xiaoping y Margaret Thatcher de 1984 fijaron la devolución del territorio en 1997. Los argumentos de Deng deben haber sido persuasivos acerca del inevitable fin de los imperios occidentales. La administración colonial británica trató a la población administrada como kelpers, sin darles ciudadanía. Eso no sucedió cuando China recuperó Macao en 1999, ocupada durante 455 años por los portugueses. Allí, la expotencia colonial le dio al menos la ciudadanía plena a quienes la quisieran. Hoy Hong Kong y Macao han vuelto a la madre patria, con sendos regímenes especiales –por su origen capitalista- algo que el gobierno chino resolvió hace tiempo con la fórmula “un país, dos sistemas”.

En ese contexto hecho de sangre y tiempo pensamos la cuestión de Taiwán. Esa isla recibe de modo regular visitas de personalidades norteamericanas, como fue la de Nancy Pelosi, por entonces presidenta de la Cámara de Representantes del Congreso de Estados Unidos, además de otros legisladores occidentales.

La actual iniciativa republicana para incluir a Taiwán como miembro del Fondo Monetario Internacional no sólo es una provocación a China, sino que demuestra la debilidad de un Estados Unidos que quedaría en minoría en el FMI si se ajustaran los votos a las realidades económicas. Con el prisma de las agencias occidentales, pareciera que en las recientes elecciones presidenciales ganó un candidato anti-chino, del Partido Progresista Democrático, partidario de una “independencia” tutelada por occidente, aunque carece de mayoría en el parlamento, donde prima el Kuomintang, que perdió las presidenciales pero tiene mayoría de diputados. El tema es que Taiwán es china. Durante la reciente campaña, los debates sobre las condiciones de vida y las perspectivas de desarrollo no pudieron obviar que el 40% de las exportaciones de la isla tienen a China continental como destino (Hong Kong incluido) mientras sólo el 12% va a Estados Unidos. Los intercambios de todo tipo a través del estrecho son alentados por el propio gobierno de la República Popular, así como reafirman a diario el principio de “una sola China”. Esa reunificación es el objetivo político del gobierno chino, que es explicado por la diplomacia de Beijing y sustentado por las fuerzas armadas. Por supuesto, los chinos prefieren la negociación a la guerra, pero no dudarán en defender su integridad territorial. ¿Querrá Occidente abrir un tercer frente de conflicto en el estrecho de Taiwán y, encima, contra China? ¿Podrá sostener en el campo lo que dice en los medios? Quizás las diferencias entre las temporalidades hacen que para Occidente, Taiwán sea un territorio breve, mientras que para China Taiwán es un tiempo. El tiempo de la unidad nacional.

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