Una empresa brasileña concentra la venta a China de carnes sudamericanas

Por: Andrés Gaudín

En una ofensiva sorpresiva, el frigorífico Minerva compró 14 plantas, entre ellas las de Marfrig en Argentina, Uruguay, Colombia, Paraguay y Chile.

En menos de tres semanas el frigorífico brasileño Minerva selló una campaña de compra de establecimientos de su competidora connacional Marfrig en Uruguay, Argentina, Colombia, Paraguay y Chile que lo convirtió en líder absoluto del sector a nivel sudamericano. La ofensiva compradora, que en conjunto implicó una inversión de más de dos mil millones de dólares, incluyó también la absorción a mediados de agosto del Breeders and Packers Uruguay (BPU), única planta faenadora explotada en el país por la japonesa Nippon Ham. En total, Minerva anexó 14 establecimientos, uno del grupo asiático y 13 de Marfrig,  para  convertirse en la empresa frigorífica más grande de la región, tenedora –y este no es un dato menor– del mayor número de plantas certificadas para exportar a China.

El fulminante proceso de concentración, llamado a dibujar un nuevo mapa sudamericano de la actividad, dejó a Minerva en una posición dominante que le permitirá “generar condiciones en todo”, graficó en tono alarmante Jorge López, de la Cámara de la Industria Frigorífica. “Hay múltiples aspectos que impactarán en el sector y probablemente lleven a una situación sin control. Nunca en la historia del país se había visto que un solo operador tuviera casi el 50% de la faena (entre las dos brasileñas suman 51%). Esto incidirá en todo:  en la compra de hacienda, en los precios, en los valores de venta, en el mercado interno, en la calidad del diálogo con los compradores externos, en el manejo total de la industria”.

Pese a tratarse de un país tradicionalmente ganadero en el que el negocio de las carnes está en la esencia de su economía, y pese también a que Luis Lacalle Pou define al suyo como “un gobierno del campo” –y para el campo, dicen sus opositores–, el presidente/hacendado quedó paralizado con la noticia. Veinte días después de formulado el anuncio de la transferencia de los frigoríficos, ni el jefe del Estado ni el Ministerio de Ganadería ni el Partido Nacional (Blanco) de Lacalle, surgido a mediados del siglo XIX y desde entonces embanderado con los intereses de los grandes dueños de la tierra, nada dijeron sobre un hecho llamado a reconfigurar un sector clave de la economía.  

En cambio, el Instituto Nacional de Carnes (INAC), una agencia del Estado cuya dirección también integran representantes de la producción, reaccionó con preocupación. El gobierno como administrador del Estado,  “debe cuidar que no halla situaciones de apoderamiento del mercado –señaló el vicepresidente del organismo, Guido Machado–, el gobierno tiene la responsabilidad de defender a los 45.000 productores que generan el ganado que procesa y comercializa la industria. Son 45.000 familias –insistió con el número, para remarcar su importancia en un país de pequeñas dimensiones y escasa población– desparramadas por el país, a las que el Estado tiene la obligación de defender, que cuando vendan su producto tengan la seguridad de que el libre comercio no es un mero enunciado”.

Más allá del razonamiento de Machado, el presidente del INAC, Conrado Ferber –un gran  productor agropecuario y diputado suplente por el Partido Blanco– opinó secamente que “el anuncio de Minerva, que nos pone ante un fenómeno impensado de concentración en una sola mano de los principales frigoríficos del país, es una pésima noticia. Todavía no hay un abuso  de posición dominante, pero se están generando las condiciones para ello. Estamos ante una alarma, se encendió una luz roja y decimos con preocupación que no sabemos cómo va a manejar esto el gobierno en un futuro que hoy es imprevisible”.

Hasta ahora los brasileños eran vistos como “poderosos actores” del sector. El gobierno y los grandes productores no habían reparado, siquiera, en el uso abusivo del seguro de paro por el cual es el Estado el que termina pagando los salarios en tiempos de post zafra o cuando baja la demanda, o en las conflictivas relaciones que mantienen con sus obreros, el otro eslabón clave de la actividad. Es más, se los veía como simpáticos emprendedores, “un ejemplo a emular, porque sus dueños son hijos de carniceros y transportistas de ganado que se hicieron desde abajo, aunque claro –dijo el agrónomo Pablo Carrasco– fueron tratados con excesiva generosidad durante el primer mandato de Lula da Silva” (2002-2010). Ahora se acabó la empatía y ambos pasaron a ser vistos como “peligrosos actores”.

Este proceso de concentración se da en el contexto de una ofensiva del gobierno para retomar un programa de privatizaciones que Lacalle padre no pudo imponer durante su mandato presidencial (1990-1995), a un año de las elecciones que marcarán el fin del gobierno de Lacalle hijo y cuando las encuestas dicen que los cinco partidos que integran el actual gobierno suman 5 puntos menos que el opositor Frente Amplio (37% contra 42%).

El cuadro está enmarcado por hechos de corrupción, sospechas e improvisación. Como la renuncia del presidente de la comisión administradora de Salto Grande, el blanco Carlos Albisu, que puso a trabajar allí, a dedo, a 29 dirigentes blancos, con sueldos que llegan a superar los 7.000 dólares. O la entrega de dos bloques del espectro electromagnético para el despliegue de la tecnología 5G (en perjuicio de la estatal ANTEL) y la concesión también directa de las obras de una potabilizadora de agua sobre el Río de la Plata (contra OSE) o la búsqueda sin condiciones de un interesado para producir el portland que elabora ANCAP. Dos  para la sonrisa o el llanto: no se pudo traer desde Estados Unidos otra potabilizadora porque el artefacto era 15 centímetros más alto que la bodega del Hércules C-130 fletado al efecto; con las lluvias de la semana pasado quedó bajo el agua un puente inaugurado por Lacalle el último 31 de agosto. El presidente lo llamó “el insumergible del río Cebollatí”.

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