Encontrar la voz del narrador suele ser uno de los desafíos más importantes a que se enfrenta un novelista. Por lo general, la preocupación pasa por saber cuál será su tono narrativo, si estará involucrado en la historia o si se volverá transparente para dar la impresión de que ésta se cuenta casi por sí misma. Otro de los temas a pensar es qué cantidad de saber se le conferirá a ese narrador, si lo sabrá todo sobre lo que cuenta, si sabrá lo mismo que el lector o incluso menos que él. Pero, en la mayoría de los casos, el narrador es el vehículo para contar una historia. Son minoría las novelas en que éste constituye una historia en sí mismo porque su punto de vista es tan original que lo que nos permite ver de la realidad es algo que está más allá de las posibilidades de un ser humano común y corriente. 

Hace unos años salió un libro de Sam Savage que se llamaba Firmin. Su narrador era una rata, pero no una rata cualquiera, sino una rata de biblioteca, un roedor intoxicado de buena literatura que había logrado la aspiración máxima de todo lector: que los autores y sus historias pasen a formar parte de su propia existencia. No por casualidad se dice cuando un libro es interesante que se lo “devoró” en una noche o en un día. La edición destinada a la prensa tenía los bordes roídos como si Firmin se hubiera alimentado también de su propia historia. Sin duda, el mundo se ve diferente si se lo mira a través de los ojos de una rata que va desde las alcantarillas de la ciudad a los anaqueles de las librerías. 

Hay muchos libros cuyas historias son contadas por narradores no convencionales como perros, gatos y niños que están en la edad del balbuceo pero que, sin embargo, por las posibilidades que les brinda la literatura, pueden ver el mundo adulto con cierta ironía y dar con las palabras justas para referirse a él. Hay, incluso, muertos que narran. 

Recientemente apareció en Argentina una novela de Ian McEwan, Cáscara de nuez, cuya edición original apareció en Londres y Anagrama editó en español este año. Si el lector no cuenta con el tiempo suficiente para continuar leyendo, es preferible que no lea sus primeras líneas porque se le hará imposible despegarse de él aunque tenga el día cargado de obligaciones, lo que ocurre con frecuencia, porque, tal como lo señaló alguna vez Alberto Manguel cuando vivía en el mundo de los libros y aún no había sucumbido a la tentación de ocupar el lugar de Borges en la Biblioteca Nacional, no existe en la sociedad un tiempo destinado a la lectura. Siempre se lee en un tiempo robado a otras actividades. 

Volviendo al libro de McEwan, su comienzo merecería figurar en la lista de comienzos memorables: “Así que aquí estoy, cabeza abajo dentro de una mujer. Aguardo con los brazos pacientemente cruzados y me pregunto dentro de quién estoy, qué hago aquí.” Como puede advertirse, quien narra es un niño que aguarda el momento de su nacimiento en el vientre de su madre, un nonato que nos contará una historia tal como él la percibe a través de los ruidos y las voces que le llegan amortiguadas por el encierro y el líquido amniótico. “No me queda otro remedio que tener la oreja pegada día y noche contra las sanguinolentas paredes. Escucho, tomo notas mentales y estoy preocupado. Oigo conversaciones íntimas sobre un designio mortífero y me aterra lo que me espera, lo que podría arrastrarme.” 

Quizá, si en vez de ser simples seres de carne y hueso fuéramos personajes literarios, también nosotros expresaríamos con claridad nuestro temor de salir del vientre materno para ser, para decirlo con un término existencialista pasado de moda, “arrojado” a este mundo violento, desalmado y peligroso. Desde su encierro este nonato angustiado que ya sea ha encajado con la cabeza hacia abajo para disponerse a salir cuando sea el momento, sufre la doble angustia de la estrechez de su casa porque transita la última etapa del embarazo de su madre incómodo por el poco espacio que tiene en el monoambiente uterino y por lo que puede percibir y deducir de la realidad que lo circunda: su madre ha establecido un triángulo amoroso y su amante es nada menos que el hermano de su marido, es decir, del padre de ese hijo que ha comenzado a sufrir los avatares del mundo antes de llegar a él. 

Como es lógico, odia a su tío y a la vez odia y ama a su madre, un sentimiento que se cuestiona respecto de esta última aunque no puede evitar: ya ha comenzado a percibir que el amor a la madre es incondicional aunque ésta engañe a su marido con su propio hermano y, como si esto no le bastara, además, planee matar a su esposo.

 Este narrador nonato asiste a los preparativos del crimen y también a su consumación. Hay lectores que no quieren saber el final de las historias, pero en este caso, la historia, de por sí atrapante, sólo se vuelve atractiva a través de la maravillosa escritura de McEwan que se mueve con maestría entre lo cómico y lo lírico. Lo que cuenta es menos importante que cómo lo cuenta como sucede con toda historia bien narrada. 

Las reflexiones sobre el mundo y sobre la literatura, porque se trata de un nonato muy culto, tienen un aire poético al que la risa le quita solemnidad. Nuestro narrador es capaz de decir cosas tales como: “La mayoría de los poemas modernos me dejan frío. Demasiado ego, demasiado frío glacial con los demás, demasiadas quejas en un verso demasiado corto. Pero John Keats y Wilfred Owen son tan cálidos como un abrazo de hermanos. Siento su aliento en mis labios. Su beso. ¿Quién no desearía haber escrito ´de manzana confitada, membrillo y ciruela y calabaza´ o ´La palidez de las frentes de las muchachas será su mortaja´?”

 Es que el nonato es hijo de un poeta, mal poeta según parece, pero poeta al fin y es posible que la poesía, como tantas otras cosas, esté inscripta en los genes. Como todos los nonatos, también éste saldrá al mundo a sufrir y a gozar, pero a la diferencia del resto, lo hará luego de contar una historia bellamente parida por su propia voz.