Abelardo Castillo dedicó su vida a la literatura. La afirmación puede parecer obvia, pero su sentido no lo es. Apunta a señalar que no sólo generó una notable producción narrativa y teatral, sino que, además, a través del ensayo, se dedicó a pensar profundamente en qué consiste la práctica del escritor y cuál es la naturaleza de la palabra literaria. Él la consideraba, entre otras cosas, una herramienta de cambio social o, más bien, un arma de ese cambio y, como se sabe, un arma es un objeto potencialmente peligroso, cuya manipulación requiere no sólo conocimiento sino, sobre todo, una enorme responsabilidad.

Dicho esto, quizá sería conveniente reformular la primera frase y decir que Abelardo Castillo fue un militante de la literatura no por su posición política que jamás promovió el panfleto ni la literatura de barricada, sino por su compromiso absoluto con la palabra.

Sus Ensayos reunidos, recientemente publicados por Seix Barral con prólogo de Claudio Zeiger, dan cuenta, precisamente, de esa entrega total. Así lo evidencian los dos libros recogidos en él, Las palabras y los días (1987) y Desconsideraciones (2010).

Dice Castillo en el prólogo de Las palabras y los días refiriéndose a los textos contenidos en él: “Su origen es casi oral. Fueron pensados, en su mayoría, para un programa de radio que, hacia 1975, compartimos alegremente con Silvia Iparraguirre y que tuvo la ambigua fortuna de ser prohibido, tres veces en un mismo día, el 24 de marzo de 1976. Se llamaba Otras aguafuertes porteñas y, como es fácil verlo, estaba puesto bajo la advocación de Roberto Arlt.”

Claro que en ese “casi” referido a la oralidad hay un mundo. Quizá, como él mismo lo dice, esa oralidad puedo haber estado en el origen, pero los textos que integran el volumen  tienen la orfebrería verbal propia del maestro de la palabra que siempre fue Castillo. Tienen, además, una lucidez absoluta sobre los sistemas de legitimación social de la literatura. Y, en este sentido, «El ángel al revés», segundo texto de Las palabras y los días donde habla, precisamente, de Arlt, es un ejemplo paradigmático de la maquinaria que se echa a andar en la sacralización de ciertos autores y, en cuyo proceso, son muchos los que sacan tajada, pero suele haber un único perdedor: la escritura que, precedida y condicionada por tantas imposiciones y estereotipos cristalizados, hace que la lectura deje de ser un acto creativo de libertad.

“Arlt se ha puesto de moda -comienza diciendo “El ángel al revés”-; Arlt, si viviera, se reiría con malignidad de las monografías universitarias que se escriben en su nombre, de los profesores norteamericanos que vienen a la Argentina a estudiar su obra, de las traducciones de sus novelas.” (…) El golpe de gracia, como siempre, lo dio nuestro snobismo colonial: hace unos meses los diarios porteños divulgaron que los italianos habían descubierto al ‘Dostoievski argentino’” (…) Arlt será sagrado. Lo convertiremos en una especie de embalsamado, o algún crítico con escarapela decidirá que es nuestro Escritor Nacional.”

Nuestro snobismo colonial sigue existiendo regido ahora por una maquinaria aún más cruenta y aceitada que la de la época en que Castillo escribió ese artículo. 

También Desconsideraciones está puesto bajo la advocación de Roberto Arlt, esta vez, en el texto que abre el libro, “Arlt, el bárbaro”. Aquí Castillo se refiere nuevamente a esas cristalizaciones de sentido que desnaturalizan su condición de escritor. “Roberto Arlt -dice- deja de ser un novelista, un dramaturgo, un hombre de ideas, para transformarse en un caso clínico, en un enigma literario.”

Otra de las presencias tutelares que se encuentran en los dos volúmenes que integran Ensayos reunidos es la de Sartre. Tal como lo señala  Zeiger, esta presencia duplicada no es casual, “algo nos dice esa duplicación. (…) Arlt, indudablemente, es el escritor. Y Sartre, el intelectual que envuelve en su visión totalizante, al escritor. Dos interlocutores decisivos en esta cuestión tempranamente personal de la literatura.”

Los trabajos reunidos en Desconsideraciones provienen de fuentes distintas, e incluye también una entrevista  que Alejandro Margulis le hiciera en 1998 para Los Libros de los argentinos (El Ateneo). Sin embargo, estos textos dispersos encuentran su unidad no solo en la escritura rigurosa del autor, sino también en los temas y preocupaciones del escritor, que pasan tanto por la política como por la lengua. 

Ese rigor que deviene escritura es un  rigor de pensamiento. Por eso, con actitud de filósofo que necesita despejar equívocos antes de hacer una aseveración, Castillo se dedica a revisar algunos lugares comunes, algunas palabras cuyo sentido se da por sobreentendido aunque, apenas comienzan a analizarse, se constata que no tienen sólo uno y que se usan para designar asuntos muy diferentes. ¿Qué es un intelectual? ¿De qué hablamos cuando mencionamos la palabra “romántico”? Observador sagaz y crítico insobornable, Castillo aclara los términos y desmenuza los usos y significaciones diferentes que admite un mismo vocablo. Luego, recorre con igual lucidez autores y problemáticas.

Nacido en 1935 y fallecido en 2017, fue protagonista y testigo del siglo XX y principios del XXI, del que vivió el tiempo suficiente como para percibir que la posmodernidad y sus profecías apocalípticas como el fin de la historia y la muerte de las ideologías le impusieron al término “compromiso” un carácter de antigualla “polvorienta”. En la época en que Castillo se convirtió en escritor, la literatura ocupaba un lugar mucho más significativo que en el presente y se le otorgaba a la palabra literaria un poder transformador que hoy se minimiza. Él siempre se opuso a la concepción del escritor como un ser encerrado en la torre de marfil que escribía desde la observación de su propio ombligo. Sin embargo, reivindicó el derecho de cada época a crear sus propios horizontes de sentido. Pero no claudicó en su concepción de la palabra. “Las palabras  -sostuvo en `Los intelectuales y el poder`- no son cosas ni las ideas actos, pero se encarnan en cosas y promueven acciones.” Hoy, en que la literatura ha perdido el lugar convocante que tuvo en otro tiempo, es cierto periodismo el que, lamentablemente, se encarga de darle la razón.