Si Charly García se refirió a la hija de la lágrima, Liliana Viola, se refirió a su padre, Alberto Migré, el rey de las telenovelas que hicieron lagrimear a gran parte de los argentinos en una época en que el televisor era el centro de la vida familiar y tenía un amplio grado de convocatoria ya que las redes sociales aún no existían y, por lo tanto, no podían erigirse en competencia.
En Migré. El maestro de las telenovelas que revolucionó la educación sentimental de un país, su autora, editora del suplemento «Soy» de Página 12, pasa revista, de manera minuciosa, a la vida y los grandes éxitos de quien fue autor de unos 700 títulos “sin más colaboradores que su máquina Remington”. 

Con su ficción más recordada, Rolando Rivas, taxista, produjo no sólo un gran éxito, sino también un punto de inflexión en el género, al ganar al público masculino. Además, se permitió plantear un final infeliz para Piel Naranja. Según Viola, Alberto Migré es el último representante de las novelas de autor y quien sentó las bases de una industria de los sentimientos que se volvió global. 

“Lo llamaban ´El señor éxito, ´El padre de la lágrima´, ´El Autor del amor´, sintetiza Viola. Todos los años le inventaban títulos de esa nobleza dudosa que rigió las emociones domésticas de las tardes durante el siglo XX. A comienzos de los 70 llegó a ´Rey Midas de la Televisión´ porque lo que tocaba se convertía en pico de rating. De un actor de reparto hizo un galán. De dos, la pareja del año. De Chopin, un hit para tararear pensando en alguien. Cuando sus personajes leyeron en voz alta poemas de Pablo Neruda, fragmentos de El Principito o los versos de una desconocida llamada Julia Prilutzky Farny, las librerías agotaron ejemplares en menos de una semana y las editoriales salvaron la liquidación de un año entero. Instaló un latiguillo para fanfarronear en familia -´mamita sabe´- e impuso una palabra guaraní en el vocabulario argentino del flirteo: en 1975, el año de Piel naranja, los amantes se declaraban o jugaban a declararse, diciéndose Rojaijú.”

Según lo señala Viola, el mayor suceso de la telenovela argentina, Rolando Rivas, taxista, cosechó un inusitado éxito de público pero también críticas de la izquierda  “que la condenó por mersa y falseadora de conciencias” y de la derecha que, en 1979, en plena dictadura y cinco años después de la emisión original la censura, le censuró secuencias que consideró inconvenientes. 

Viola hace una observación interesante respecto de la repercusión de Migré que no sólo tiene que ver con la modificación de hábitos amorosos o la adopción de nuevas palabras, sino que tiene alcances políticos: “postuló un proyecto de país, tan inviable como otros proyectos de su época: una argentinidad sobre ruedas, locamente enamorada y políticamente neutral.”

Por otra parte, resulta curioso el registro de sucesos que generaron las telenovelas de su autoría, especialmente Rolando Rivas, taxista. “Las escuelas nocturnas –consigna la autora- terminaban las clases una hora antes. Los estudiantes de Sociología colgaban el póster de Soledad Silveyra al lado del a foto del Che. El presidente de facto, el general Alejandro Lanusse, cambió para los lunes su reunión de gabinete. El Registro Civil anotó más Rolandos y Mónicas que nunca, y solo a un extraterrestre o a un turista se les hubiera ocurrido buscar un taxi en Buenos Aires los martes a la noche de 1972. ¿Cómo lo hizo?”

Aunque despreciado como “cursi” por la mayor parte de la intelectualidad argentina, es evidente que Migré supo tocar un punto neurálgico de la sensibilidad popular. No por casualidad, según lo señala Viola, el gurú del macrismo Jaime Durán Barba reconoce haberle hecho practicar al que fuera candidato presidencial y hoy es presidente el beso que su esposa le da en momentos clave como lo fue el debate televisivo con Daniel Scioli previo a la elección presidencial

Quizá Migré intuyó lo que alguna vez poetizó Fernando Pessoa a través de uno de sus heterónimos, Álvaro de Campos: “Todas las cartas de amor son ridículas. / No serían cartas de amor si no fueran ridículas. También escribí en mi tiempo cartas de amor, / como las demás, / ridículas. /Las cartas de amor, si hay amor, tienen que ser ridículas.» La retórica del amor quizá no pueda prescindir de la cursilería porque ésta es la esencia misma de su discurso. El amor es algo que “sucede” de manera inesperada, no algo que se decide racionalmente. Puede surgir incluso contra la voluntad misma de quien se enamora y sus mecanismos responden a razones desconocidas que no tienen que ver con lo consciente. Por eso, su discurso no puede ser de ninguna manera distante y racional. 

El propio Migré dice en una cita elegida por Viola para abrir el tercer capítulo –cada uno de ellos está encabezado por palabras de autor televisivo-: “Hagan la prueba de leer una carta de amor de otro o de ustedes mismos, pero de unos años atrás, a ver si no son cursis. Los desafíos a que se pongan un grabador cuando desafían a sus amadas. Los amantes nunca se oyen a sí mismos. Y después no me perdonan que yo los ponga en la pantalla.”

Lo cierto es que a partir del puntapié inicial de Migré, se impuso en la publicidad una corriente de cursilería que apelaba a los sentimientos más íntimos para vender, por ejemplo, un vino como Crespi. La ternura era la versión familiar del amor de pareja.
A través de 12 capítulos y una Introducción Viola traza una biografía de Migré que lo muestra como un verdadero fenómeno televisivo digno de ser tenido en cuenta y para analizar sin los prejuicios que de manera casi sistemática pesan sobre la televisión y sus autores. Baste decir que Manuel Puig mencionaba a Migré cuando le preguntaban acerca de su estética: “Pensarán que lo digo en broma, pero, la verdad, uno de mis autores más admirados es Alberto Migré. Escribe diariamente historias que consiguen llegar el corazón de millones de personas. Eso es un escritor y no otras cosas. Eso es un escritor popular”.

El testimonio de actrices y actores permiten reconstruir la personalidad singular de un hombre que no sólo conoció el éxito televisivo, sino que marcó una época mucho más allá de los límites de la pequeña pantalla que solía presidir el living o el comedor de los argentinos. Bien seleccionados por la autora, no incluyen declaraciones de compromiso, sino anécdotas y referencias que lo pintan de cuerpo entero. El propio Migré cuenta entretelones televisivos capaces de interesar incluso a quienes nunca se han sentido seducidos por su figura o experimentan un decidido desprecio por el género telenovela o por la televisión misma. 

Un mérito no menor del libro es la contextualización de las historias no como mero “marco” informativo sino como elemento activo que ayuda a entender en qué Argentina se producen los diversos éxitos de Migré. Un texto que al contar una microhistoria, relata también parte de la historia del país.