Mientras resuenan los ecos del premio Dashiell Hammett que ganó en la Semana Negra de Gijón por su novela Catedrales, Claudia Piñeiro se dispone a hablar no de su obra narrativa, sino de su producción  teatral. Pocos días antes de su viaje, salió Cuánto vale una heladera (Alfaguara), un libro que reúne sus seis obras teatrales, tres comedias (Cuánto vale una heladera; Verona y Morite, Gordo) y tres dramas (Un mismo árbol verde, Tres viejas plumas y Con las manos atadas).

“El teatro es mágico, al menos para mí –dice la autora en el prólogo–. Una de las actividades que más disfruto en la vida es llegar a una sala teatral, hacer cola para entrar, sentarme en la butaca, revisar el programa, buscar un caramelo en la cartera, apagar el celular.” Y agrega luego, refiriéndose a la importancia del texto teatral: “Sin texto no hay teatro, aun en los casos en que la obra surge a partir de improvisaciones, en algún momento alguien se sienta y escribe palabra sobre palabra lo que se dirá en el escenario. Sin embargo, quienes nos dedicamos a la dramaturgia sabemos que somos parte de un proceso de representación que empezará con el texto, pero no concluirá en él. En ese sentido y en cuanto al oficio de escribir, la escritura de teatro es la menos solitaria de las escrituras”.

Sobre la «menos solitaria de las escrituras» dialogó con Tiempo Argentino.

Tus obras de teatro tienen en común un gran sentido del humor, excepto dos de los tres dramas. Creo que eso no sucede con la misma intensidad en tu narrativa. ¿Coindicís con esto?

–Es que yo tuve sentido del humor en algún momento (risas). El humor, es cierto, se nota mucho más en mi teatro que en mi narrativa. Hay gente que fue al teatro a ver obras mías y pensó que coincidíamos en el nombre, pero no era la misma persona la que escribía teatro que la que escribía novelas. Ahora estoy intentando hacer una continuación de Tuya, mi primera novela, que tenía humor.

¿Qué desafíos te plantea el teatro a diferencia de la narrativa? Según creo, empezaste por la narrativa y tu obra es mayor en este campo.

–Sí, pero siempre me gustó mucho tratar de escribir el diálogo justo dentro de la narrativa. En algún momento comencé a pensar en que debería escribir teatro. Me refiero al momento en que todavía no había sido publicada o estaba con los primeros libros para chicos. Ya en ese momento pensé que tenía que formarme en teatro.

¿Y cuál fue tu primera incursión en el género?

–Justamente, la obra que le da título al libro: Cuánto vale una heladera. Yo participé del Concurso Teatro por la Identidad organizado por las Abuelas de Plaza de Mayo. En ese momento se enviaban muchas obras de las que se elegían 20 y se representaban en distintos teatros de la Capital. Ese año las Abuelas pidieron que las obras no estuvieran relacionadas directamente con los desaparecidos y con los niños apropiados, sino con la identidad en general, para ampliar el marco. Si se hablaba específicamente de eso, quizá mucha gente no se sentiría involucrada. Es distinto si se habla de la identidad en general, porque cuando se comprende el valor de la identidad se comprende también la gravedad de que se les haya arrebatado a los chicos apropiados. Eso me permitió que la obra tuviera humor, cosa que habría sido imposible si hablara de esos niños. Hablar de una persona que tiene problemas para que escriban su apellido me permitió hacer un humor con el que me siento muy cómoda en las obras de teatro. Como decía Pirandello, lo importante no es el chiste que se olvida pronto, sino el humor que te queda retumbando en la cabeza y que hace que una se pregunte cómo puede estar riéndose de semejante barbaridad. De esta forma, entrando por el humor, provocás un pensamiento en el otro. A partir de ese acercamiento al género teatral que fue casi espontáneo y la consecuencia de una búsqueda personal hecha sin mayor formación, comencé a estudiar teatro. Fui primero a los talleres de Mauricio Kartun y di después el ingreso a la Escuela Municipal de Arte Dramático. El examen era bastante difícil. Entraban solo 15 personas de un total de 300. Entre cinco autores que te daban para elegir, tenías que elegir una obra pero preparar todas. Yo elegí El zoo de cristal de Tennessee Williams, uno de mis autores preferidos. Los profesores allí eran Mauricio Kartun, Alejandro Tantanian, Susana Anaine, Roberto Perinelli… Era una escuela de lujo.

¿De dónde viene tu sentido del humor?

–De mi madre, Elena. Ella tenía Parkinson y se podía caer y reírse mientras se caía. Tenía un humor muy particular. En mi familia nos acordamos de sus carcajadas y nos reímos porque era de la  gente que tiene el poder de contagiarte la risa. Por eso, ese humor, bajo la forma de la ironía, también aparece en parte incluso en mis novelas más duras, justamente como Elena sabe. A mí el humor me salva porque soy una persona muy intensa y con muchas cargas negativas.

–¿Y entonces por qué hablás de tu humor como algo del pasado?

–Porque también tiene que ver con la inocencia de las primeras escrituras y con los temores de las escrituras que siguen. En Tuya, mi primera novela, tuve más libertad para dejar correr ese humor. Luego comencé a autocensurarme.

En la primera obra el nombre de la protagonista es tu propio nombre, Claudia Piñeiro. Seguramente mucha gente se sintió identificada con la situación que planteás: la ñ no figura en los teclados de muchas empresas y entonces, como en tu documento figurás con ñ, para la empresa de luz no sos la persona que decís ser.

–Sí, luego del estreno mucha gente me llamó para contarme los padecimientos que tiene con su apellido. En mi caso es la ñ, pero hay otros de c con cedilla o de apellidos difíciles de deletrear. La periodista Jorgelina Nuñez tenía una dirección de mail que decía “nosoynuez”, porque cuando le sacan la ñ su apellido es Nuez, como el mío es Pieiro. Cuando yo estudiaba en Ciencias Económicas, la computadora que ordenaba los exámenes por nota de mayor a menor, cuando no entendía un símbolo como la ñ, te mandaba debajo de todo. Entonces vos pensabas que habías reprobado hasta que entendías. En un tiempo llegaba a un aeropuerto y jamás encontraba mi reserva de avión. Ahora, como la hace uno, es distinto.

–¿No creés que en tus novelas hay un germen teatral o cinematográfico que hace que sean llevadas al cine?

–Sí. Creo que hay algunas más cinematográficas y otras más teatrales. Por ejemplo, Elena sabe creo que es una novela absolutamente teatral. Su tercera parte, que es como un tercer acto, la escribí casi como una escena teatral. Lo que me pasa cuando escribo teatro es que hay una búsqueda de la palabra indicada mucho más exhaustiva que en la novela. Siempre pienso en el lenguaje y en la palabra que voy a usar, pero en el teatro tenés poquito más de una hora para que una persona se pare delante de un auditorio y diga algo que conmueva. Entonces la búsqueda del lenguaje está más cercana a la poesía que a mi narrativa. Yo no escribo nada que tenga que ver con la poesía, escribo una prosa cotidiana, del aquí y ahora, realista. En el teatro, en cambio, tengo el permiso de hacer otras búsquedas.

–Hay gente a la que no le gusta leer teatro, considera que es leer algo incompleto.

–A mí me gusta y me encantaría que volviera esa costumbre que había unas décadas atrás, cuando se leía Arthur Miller, Tennessee Williams, Ibsen, Chejov. Se ha perdido esa costumbre aunque sobrevive en algunos adolescentes porque en la escuela el teatro tiene bastante llegada a los chicos por los diálogos, que los atraen más que las descripciones. Me parece interesante que una editorial como Alfaguara publique un libro de teatro y me gustaría que siguiera con otros autores porque es apostar a que el teatro pueda volver a ser leído como un cuento a partir de lo que dicen los personajes. Lo demás lo va inventando cada lector. 

En algunos momentos hubo posiciones muy rígidas repecto del texto teatral que lo desvalorizaban como lectura autónoma.

–Creo que hay distintos tipos de textos teatrales. Hay uno escrito desde la representación misma y que tiene que ver con un director al que se le ocurre una obra y que hace un texto que casi no tiene didascalia porque todas las acotaciones de las escenas las tiene en la cabeza. En el teatro moderno también hay casos en que no se pone la didascalia porque eso se le reserva al director. Luego hay una obra como Terrenal de Mauricio Kartun, que ganó el Premio de la Crítica de la Feria del Libro de Buenos Aires, que tiene un manejo del lenguaje extraordinario. Salí de ver esa obra en el Teatro del Pueblo y me compré inmediatamente el libro porque quería seguir leyendo lo que había escuchado en el teatro, porque el teatro es efímero, el libro, no. Por eso, publicar una obra es una forma de preservarla. Hay textos con tantas capas, con tantas texturas, como son los de Mauricio, que necesitás leerlos para ver qué era exactamente lo que dijo que te conmovió tanto.

–Tus obras, sobre todo Cuánto vale una heladera y Un mismo árbol verde sobre el genocidio armenio (ver recuadro), tienen implicancias políticas. ¿El teatro considerado en el sentido político es el género que interpela de manera más inmediata?

–Sí, absolutamente, porque establece una comunicación directa con el espectador. Vos ves la reacción de quien recibe ese texto. Creo que es una de las escrituras más políticas. Desde hace muchos siglos cumplimos el ritual de ir todos juntos a dejarnos conmover por la palabra de otro. Fijate que cuando le preguntaron a Bertolt Brecht para quién escribía, contestó: “Escribo para Carlos Marx, sentado en la tercera fila”.

Sobre el genocidio armenio

–Una de tus obras, Un mismo árbol verde, está referida al genocidio armenio, mucho menos difundido que otros genocidios como el Holocausto. ¿Cómo te conectás con ese tema?

–La obra está dedicada a Luisa Airabedian, una amiga mía abogada que fue la que planteó en la Argentina el Juicio a la Verdad al Estado turco. Lo que hizo Luisa fue histórico. Pero más allá de esto, ella me decía que quería que hiciéramos juntas una película para difundir lo que sucedió y que muy poca gente sabe. Ahora se conoce un poco más sobre el tema por el gran trabajo que hizo la comunidad armenia. En las largas caminatas que hacíamos, ella me contaba de su familia y de lo sucedido pensando en la película que íbamos a realizar juntas. Yo llegué a escribir un pequeño cuento, Luisa falleció y solo quedó eso. Sus hijos, su hermana y su padre armaron la Fundación Causa Armenia y me plantearon hacer una obra de teatro. La escribí con el material que tenía y la puso en escena Manuel Iedvabni, quien falleció hace unos años. Es teatro político y por el tema que trata pensamos que iba a durar muy poco en cartel, que solo la iba a ver la gente de la comunidad armenia. Pero sucedió lo contrario. La obra duró más de un año en cartel, hizo giras por todos lados, todos los años se sigue representando, ganó premios ACE, Marta Bianchi –una de sus protagonista– ganó varios premios por su labor. Tuvo un éxito extraordinario y nos dio una gran alegría que lo que deseaba Luisa, es decir que la historia circulara y más gente conociera lo que fue el genocidio armenio, finalmente se concretó.