De chico, todo era un castigo. La guerra queriendo llevarse un hermano, los tiros en la noche, ese maldito nudo de piel en la punta del pito. De grande las cosas no mejoraron tanto: un amor enfermo que asecha durante el sueño para cortarte el pelo; el proyecto de pareja enterrado como tantos sueños. Pero hay veces, pocas, en que el cielo al fin se ilumina y de golpe se tiene esperanza, aún entando ahí abajo, entre los durmientes, con el tren pasándote por arriba.

“Aquel 2 de mayo, al anochecer, llegaron las noticias del hundimiento del Crucero General Belgrano: ´Debemos lamentar la muerte de trescientos compatriotas´, dijo el periodista. Papá y mamá se miraron con tristeza, apagaron la tele y no dijeron nada. La guerra duró casi un mes y medio más, pero aquella noche fue el comienzo de la derrota”, cuenta el chico protagonista de Cuando nada queda en pie, uno de los trece cuentos de El primer campeón del mundo, debut literario de Juan Sebastián Ronchetti. El universo está presentado. Son los años de Malvinas, los últimos con los milicos en las calles fusilando y secuestrando gente, con Racing yéndose a la B. Sobra el miedo y el desánimo en esa Avellanera obrera de monoblocks y vías del Roca. Hasta que ocurre el milagro: “Fuimos corriendo a ver y nos quedamos mudo. Eran luces de bengalas, tortas enormes, de esas redondas que tiran varias cañitas y que al final hacen una explosión maravillosa. Nunca habíamos tenido una de esas, valían un montón y nosotros apenas tirábamos unos fosforitos o algún rompeportón, pero de esas ninguna”.

Antes de la publicación por Hormigas Negras, El primer campeón del mundo había recibido en 2017 una mención especial en el concurso nacional de narrativa Adolfo Bioy Casares. Ángela Pradelli, integrante de aquel jurado, sigue respaldando el libro desde la contratapa: “En los relatos hay algo del orden de lo que no se puede comprender, y que tampoco comprenden los personajes. Ni ellos ni el autor se preguntan cómo y por qué pasa lo que pasa. Tampoco nosotros, y en esa falta de explicaciones reside tal vez la gran furia narrativa que nos perturba en la escritura de Ronchetti”.

Alguien junta con una jeringa la sangre todavía fresca de las víctimas. Otro cava un pozo debajo de las vías del tren para guardar un tesoro de libros. Ronchetti logra que los personajes hagan o digan sin estridencias. Les alcanza con asumir su destino y soportar la carga. Textos cortos con efectos duraderos. Como esa piña que sigue doliendo mucho después.

“Con un tono que emerge del dolor cotidiano, de los fracasos y terrores bajo las sábanas nocturnas, bajo las tardes de Avellaneda, teñidas de celeste en el recuerdo. Terrores que lo invaden todo aún en los momentos de felicidad y que en los momentos más duros se profundizan bajo el peso de las esperanzas forzosamente inventadas”, aporta Pablo Ramos, maestro y amigo del autor.

“Nunca había visto el barrio así. Mamá bailaba con María Julia y con Susana y se reían de lo lindo. La fiesta no paró, incluso cuando ya no quedó ni una sola cañita voladora por encender”, celebra el protagonista en Al principio de la noche, una historia sobre un fin de año distinto en donde la alegría dejó de ser ajena. Es que, como enseñó Richard Ford, la vida se nos da vacía, hay que inventarse la parte feliz. Será por eso que Ronchetti se inventó ser escritor.