El que quiera encarrilar el sentido a este libro está perdido. La muerte de Europa no se mira en la imagen de progreso y unidireccional de la Modernidad Va guiado por un pensamiento que se comprendería inspirado por la rosa de los vientos. Con una orientación que ya no pone a Europa al centro como referencia dejando lo otro como periferia. Aunque habla de una modernidad agonizante, no lo hace desde aquella territorialidad densa propia de la era moderna.  Es decir, desde una ego-política (eurocentrada) que eufemísticamente ha encumbrado a Occidente como modelo epistemológico. Como mismidad en diferencia radical con lo otro, que en ese mapa queda ontológicamente orientalizado. Y por lo tanto definible, dominable y apropiable por el orden moderno/colonial.

Y porque este libro no olvida la barbarie de la civilización que ahora declara extinta, es que sólo puede concebirse a contra viento de la Historia. Porque para hablar de la muerte de Europa hay que poner en crisis su discurso, interrumpir esa cadena sintagmática que mantenía al relato moderno como ilusión de una totalidad significante.

Romper con ello, hablarnos de su caducidad, requiere exhibir sus fragmentos como ruinas (diría Benjamin), poner también al descubierto las piezas de su maquinaria. Éstas son, como había propuesto Althusser, las formas retoricas de su Narración (con mayúsculas) como forma de reproducción ideológica.    

Así como a un velero le es imposible ir recto contra del viento, La muerte de Europa” irá realizando bordadas. Narrativamente esto se traduce en una constante puesta en choque de sentidos que saquen al descubierto el disfraz del discurso hegemónico.

Althusser ha identificado tres formas de revelar como una ideología, desde los dispositivos del discurso, logra auto legitimar su predominio: la contradicción, la alienación y la lectura sintomática.

Un ejemplo de develamiento de la contradicción aparece en el montaje cinematográfico de Sergei Eisenstein: el choque de dos imágenes supuestamente inconexas, genera en la mente una tercera imagen. Esa colisión estética revela el sentido político.  Duizeide pone en contraste dos sujetos de enunciación (o sus fantasmas) en un dialogo imposible dentro de la epistemología de la Modernidad.  El primero es un sujeto popular, primitivizado por el monopolio de la cultura burguesa, de talento deportivo tan excepcional como su ignorancia de estar ocupando un orden ontológico de subalternización. Duizeide intercala parlamentos de romántica pureza de este Sancho del siglo XX que fue Diego Armando Maradona, para que nos recuerde -en contraste con su contraparte, el europeo letrado- aquello que -como definió José Martin Barbero- “le falta para ser moderno”. Sin embargo, sus palabras intercaladas con la poética dolida, critica y rebelde de Pier Paolo Pasolini, hacen aflorar esa tercera imagen: la de una modernidad agonizante y autorreferencial que se agota de tanto reflejarse en su propio salón de espejos. Oscurecimiento que ha dejado a estos sujetos mirando a través de una ventana las sombras de un exterior que el conocimiento de Occidente expulsó de su marco de sentido y posibilidad.

Los personajes miran irónicamente “el lado oscuro de la Modernidad” -según lo definió Walter Mignolo- en hechos históricos que evidencian la existencia y el destino violentado de todo aquello que para la centralidad de la Europa moderna fuera otredad.

He aquí el recurso de la contradicción: los personajes apresados en la oscuridad miran las sombras de un mundo inteligible como en la caverna platónica. Miran desde la racionalidad que es cosmogonía en ese encierro auto apologético que, para un feroz crítico de la modernidad como Pasolini, es la hipocresía en la cual se refugia Europa. Como ha dicho Aimé Cesaire en su Discurso al colonialismo de 1950: “la civilización europea occidental ante un tribunal de la razón seria indefendible”. 

Esta idea aflora de un modo brillante al inicio de La muerte de Europa: “Una habitación casi completamente a oscuras. No se advierte ningún movimiento. Domina la atmósfera el olor a papel húmedo, acaso a papel en llamas luego mojado, sólo a medias vuelto a secar. Con mayor precisión, podría decirse que el olor a ceniza, a humedad, conjugado con la quietud, con la penumbra, tienen como resultado algo que sin forzar las palabras podría llamarse olor a encierro, a abandono, a rendición incondicional, a fuga tal vez.

Ahora, ya sea porque la luz, aunque sea en mínima medida, se ha incrementado, o porque el ojo se acostumbró a una ausencia casi total de luz, algo se divisa. Una ventana. Puede incluso notarse que se trata de una ventana sin cortinas, sin vidrios, sin postigos. Sólo el marco y la oquedad que vincula espacios. En ese vacío va clareando. Inequívocamente, aunque de a poco, muy de a poco, va clareando”.

Un poco más adelante, puede leerse: “El sol enrojece en la ventana. Cruzan pájaros. ¿Cuáles? ¿Cuántos? ¿Podrá alguien saber cuántos pájaros? ¿Tendría, esa cifra, consecuencias? De izquierda a derecha cruzan. Como fugaces letras de luz garabateadas sobre una página de sangre. O como garabatos de sangre en una fugaz página de luz. Ustedes dirán. O no”.

Revisemos otro recurso que Althusser señala en sus categorías de develamiento del discurso hegemónico, que aparece —ejemplo de coherencia estético – política— en La muerte de Europa. Se trata de un potente argumento vinculado al efecto de alienación que teorizara Bertolt Brecht. Para Althusser las formas dramáticas tradicionales son reproducciones ideológicas en la medida en que se contienen de cuestionar o criticar sus propias condiciones de existencia. Son mitos familiares y transparentes en los cuales una sociedad se reconoce (pero no se conoce) a sí misma. Ese espejo, que refleja como auto conciencia una imagen de totalidad inalterada, es lo que para Brecht debe quebrarse a la hora de introducir una crítica a la ideología espontanea en la que el hombre vive, que lo ha constituido en sujeto, sujeto a ella.  El teatro de Brecht ataca la convención dramática tradicional, esa cuarta pared detrás de la cual aceptamos suspender nuestra incredulidad y hacer como si lo que viéramos fuese real. Su ruptura demanda una relación intelectual con el espectador abandonando la identificación emocional o catártica.

Toda la puesta sugerida por Duizeide recuerda una puesta brechtiana: esos dos personajes a oscuras (sus siluetas, sus fantasmas) mirando una ventana iluminada (a veces página en la que se escribe la historia, a veces pantalla de cine, a veces boca de un escenario teatral). Una forma de proponer la escena para que tengamos oportunidad de experimentar ese momento de alienación. Tal efecto se hace esperar en este libro, porque constantemente se remarca el imposible encuentro de esa sala en penumbras con el mundo vibrante, vivo, jodido por todas esas cosas que “le faltan para ser modernos”. Esa espera produce una tensión que el autor logra exorcizar cuando finalmente rompe con la cuarta pared de los personajes de la sala a oscuras, y de paso, con nuestra cuarta pared como lectores. Lo hace de manera muy perspicaz al montarse en otra de las condiciones brechtianas para el choque de los sentidos: el humor. Puede leerse: “Colgado al marco de la ventana, asoma un rubio pecoso que aparenta unos diez años. El pelo cortado en flequillo le escamotea los ojos. Con las manos prendidas como garras, se sacude el pelo mediante un movimiento muy brusco del cuello. Mira hacia adentro. Hace gesto como de no ver bien por la penumbra. ¿Habría algo para ver? ¿Qué? ¿Habría visión? ¿Habría? Su cara se envejece como si todo el tiempo futuro la quemara en segundos. Ve que del rincón se acerca el hombre bajo y robusto. O eso parece, nos parece, en caso de que estemos, efectivamente, afectivamente, viendo. Clava en él los ojos como se clavan a un toro banderillas. Banderillas de un azul metálico. Ahora el hombre ha logrado alzar la pelota con su pie zurdo, la impulsa hacia arriba, le pega una, le pega dos veces, ¡vaaaaaaamooooooos!, ahora sí, pero no logra mantenerla en el aire, pronto se le cae y está a punto de caerse él también. Casi. No ha llegado a pegarle ni tres veces, no pudo mantenerla en lo alto. Apenas se sostiene él en pie. Tambalea, balbucea, parpadea. Con voz sorprendentemente grave para la edad que aparenta, el chico lo increpa. ¡Devolvé la pelota! Es una voz imperativa. Es una voz plebeya. Es una voz sin edad. Es una voz arcaica. El hombre levanta la pelota. La golpea con su pie zurdo una, dos, ¡tres veces!… ¡Devolvela te dije! Grita el chico prendido a la ventana. Tambalea el hombre bajo y robusto. La pelota se le vuelve a caer. ¡Devolvela! ¿Quién te crees que sos?”.

La noción althusseriana de lectura sintomática refiere a Freud al traer a colación lo inconsciente del texto (y por consiguiente el lenguaje de los síntomas), eso que ha sido encubierto o reprimido. La metodología de esta lectura (que fuerza al texto a decir lo que había dejado fuera) parece la propuesta del autor de La muerte de Europa. Su manera micro de montar unos textos sobre otros, de deconstruir los poemas de Pasolini para intercalar declaraciones de Maradona con un carácter aparentemente irreflexivo.

Pero también a un nivel macro el autor recurre a esta lectura sintomatica. Ha comenzado el relato con un texto que hace uso de las asociaciones libres cual si fuera una sesión psicoanalítica, para luego proponer un corolario que reproduce textual una entrevista a Pasolini realizada la noche anterior a su brutal asesinato. Es como si esa entrevista se hubiese llevado a una sesión de psicoanálisis, y de aquello que en ella no se manifiesta, de eso fuera de su texto, hubiera surgido la primera parte del libro. En ese contraste micro y macro de la obra -con forma de choque de sentidos para hacer aparecer el discurso ideológico imperante- se encuentra una escritura hecha a partir de lecturas críticas que saben leer el síntoma de una Modernidad agonizante.