El anonimato de artistas y escritores, como suele decirse vulgarmente, “garpa”, ya sea porque se transforman en un enigma que perdura en el tiempo o porque en algún momento, se descubre la identidad de quien se oculta. Un ejemplo del primer caso es el del escritor Thomas Pynchon, cuya desconocida identidad le suma mérito más allá de la calidad literaria de sus obras. Otro es el caso mucho más reciente de los ganadores del Premio Planeta  con la novela La Bestia firmada con el seudónimo Carmen Mola. Se supone que hasta el momento, pese a haber publicado otras obras, el secreto se había mantenido y solo fue descubierto cuando al leer el seudónimo de mujer durante la entrega del premio, se levantaron simultáneamente tres hombres para recibir el galardón. En un mundo tan mercantilista es difícil determinar cuánto de genuino y cuánto de marketing hay en estos hechos.

Banksy, como Pychon, según parece, permanece invicto. Su identidad, inexplicablemente,  se desconoce a pesar de sus múltiples intervenciones callejeras e incluso dentro de museos donde ha ubicado audaces cuadros famosos reversionados en clave paródica sin ser atrapado jamás.

Pero hay otro hecho tanto o más paradójico que el de su permanencia en el anonimato  contra viento y marea. El rebelde que comenzó a hacer temblar los muros de las calles de Bristol, ciudad en la que nació, con sus graffitis críticos y rebeldes haciéndoles creer a los transeúntes que la nueva Revolución ya no la hacían guerrilleros barbudos ni rusos con hoces y martillos, sino que ahora venía en aerosol, un frasco que diseminaba al apretarlo una sustancia revolucionaria que quedaba pegada a los muros, se compraba sencillamente en la ferretería y no necesitaba de estrategias bélicas ni mártires inmolados en pos de un ideal, ahora cotiza sus obras en millones y estas recorren el mundo de manos de empresarios que obtienen de ellas suculentas ganancias.

De hecho, una mega exposición de Bansky desembarcará en la Argentina en el mes de agosto bajo el nombre Banksy, ¿genio o vándalo? A través de  una instalación multimedia podrán verse  unas 70 obras realizadas en óleo y esténciles sobre cemento además de videos y una experiencia de realidad virtual. La muestra, la primera que llega al país del grafitero estrella, viene de la mano del empresario Daniel Grinbank y será expuesta en La Rural, el mismo  espacio que el empresario eligió para establecer la muestra inmersiva sobre Van Gogh que fue un suceso de público. La exposición llega a estas latitudes luego de recorrer Moscú, San Petersburgo, Madrid, Barcelona, Milán, Lisboa, Las Vegas, Nueva York, Bruselas, Hong Kong, Osaka, Tokio e Hiroshima.

Luego del discurso inaugural de Guillermo Saccomanno en la Feria del Libro, cabe preguntarse si no existe en Buenos Aires otro predio ferial con menos carga negativa para exponer o si se trata de una suerte de cábala, ya que, como suele decirse, la plata atrae a la plata.

Según se sabe, el enigmático artista no es tan enigmático. Del  más representativo del Street Art o arte callejero se cree o se sabe que nació en 1974 en una localidad cercana a Bristol y que pasó su juventud en esa ciudad. Se dice que su nombre es Robien Gunningham y según quien más ha estudiado su obra, el diseñador gráfico Tristán Manco, el destino de Banksy era ser carnicero  hasta que sus graffitis comenzaron a tener éxito.

Si en un primer momento el personal de limpieza se ocupaba de borrar de los muros de la ciudad las ratas que fotografiaban transeúntes realizadas por él, hoy los empleados del ferrocarril están entrenados para no hacer desaparecer bajo el trapo y el jabón ninguno de los graffitis que pinta o pintó en las puertas de los trenes.

Este “arte efímero” que a través de Banksy, quien quiera que sea, se ha transformado en algo tan perdurable como La Gioconda, comenzó en la década de los 60 en Nueva York en forma paralela al nacimiento del hip-hop, movimientos artísticos que fueron paridos en la calles de las zonas más pobres de la ciudad.

Eran expresiones artísticas condenadas por las fuerzas del orden,  por lo que de la mano de las corridas a los que lo sometía la policía cada vez que lo pescaba “ensuciando las paredes”, Banksy desarrolló una técnica rápida, la plantilla o stencil que permite dibujar formas reconocibles en pocos segundos.

Como suele suceder con las expresiones “antisistema” con el tiempo terminan, salvo excepciones, siendo devoradas y utilizadas por el sistema. Los muros sucios se convirtieron en atracción turística, lo que comenzó a alimentar la máquina tragamonedas y Banksy, el rebelde que había contribuido a consolidar con su talento la Revolución en aerosol, se transformó en uno de los artistas más cotizados. Lo que no se sabe es si esto sucedió a su pesar o él no pudo sustraerse del embrujo que ejerce el dinero.

Lo cierto es que una obra suya fue subastada hace unos años en dos millones de dólares en Sotheby’s y hasta creó una tienda al sur de Londres donde vendía sus propios productos. Pero no se trató de un negocio cualquiera, sino que tuvo sus propios rasgos diferenciados. Se llamó “Producto bruto interno”. No abrió nunca, permaneció siempre cerrada pero muy bien iluminada por dentro, como para que la gente pueda apreciar sus objetos y luego comprarlos por internet. Su obsolescencia estaba programada: la tienda solo permanecería abierta durante quince días. Los objetos que ofrecía eran todos de su creación: un juego de madera para niños que consiste en agrupar figuras de inmigrantes realizadas en madera de un camión, una cuna vigilada por cámaras de manera permanente, felpudos realizados con chalecos salvavidas de inmigrantes que fueron rescatados del Mediterráneo cosidos por mujeres de un campo de refugiados en Grecia, el chaleco blindado con la bandera británica que utilizó en el festival de Glastonbury el reconocido rapero Stormzy, bolas brillantes de las que se utilizan en los boliches bailables realizadas con restos de cascos policiales antidisturbios, una alfombra Tony The Tiger…Estos objetos, muchos de los cuales se vendían por 11 dólares, fueron calificados por el artista como “inútiles y ofensivos”.

Los “golpes” que da Banksy son así, sorpresivos, foquistas, pero el precio al que se cotizan sus trabajos parece conspirar contra el espíritu revolucionario inicial de los mismos. No es que hayan cambiado en su discurso antisistema, es que el sistema según parece, los ha procesado y devorado transformándolos en objetos de consumo que hablan contra el consumo. Paradojas irreductibles del capitalismo.

Con el anonimato, que el artista definió alguna vez como un “súperpoder”, sin duda le ha ganado la batalla al sistema que ha hecho de la repetición de la imagen de un creador de cualquier cosa la clave del éxito. También es innegable que ha dejado en claro que el espacio público es precisamente eso, público, y que ha contribuido a desacralizar el concepto aún vigente de obra única, cuyo precio suele apoyarse muchas veces más en este hecho que en su calidad estética. Pero también es indudable que “poderoso caballero es Don Dinero” y que, a larga o la corta, termina por ganar la partida a cualquier atisbo de rebeldía. ¿O será que los aerosoles revolucionarios también tienen fecha de vencimiento?