Si decimos que esta novela se refiere al modo en que se va trazando —en la memoria y en la sangre—un destino nacional, digamos mejor el destino nacional del Paraguay, podríamos sentir que se hace presente un sugerente obstáculo. La territorialidad que encontramos se escurre hacia otros rumbos. Es hacia la provincia de Corrientes, que bajo la responsabilidad de ese nombre, señala por un tenue y grácil desplazamiento de la novela de Juan Manuel Marcos, el lugar donde comienza ese epítome agónico, que no es otro lugar que la tierra paraguaya. El mausoleo correntino de los héroes, absurdamente, al parecer contendría lo que se suponen son los restos del mariscal Solano López. Esta licencia histórica es permitida por la conocida discusión sobre el osario encontrado en Cerro Corá. Si para un Estado no puede haber dudas sobre las identificaciones realizadas en las fosas históricas, para la novela —justamente su eminente rival— esos mismos restos se resisten a una interpretación unívoca y pueden admitir el error, la inexactitud o el fetiche que sustituye por un símil a la materia desaparecida.

La novela de Marcos se sostiene por esos símiles convertidos en vigorosos simulacros, por la noción general de que todo encuentro no es un agregado amable que acontece entre dos géneros diferentes, sino un choque que nos devuelve la verdadera naturaleza de un sentido, pues no hay sentido si no hay rareza, heterogeneidad y trastrocamiento. Es así que aquel aludido panteón de los héroes en la ciudad de Corrientes, guarda unos restos presumibles del mariscal Solano López, pero estos están en su ostensible mausoleo. En la ciudad de Asunción. No obstante, estos célebres huesos del hombre que había dado su último combate junto a su hijo, el joven coronel Pancho Solano López, Panchito, yacen en medio de una apagada polémica, que exige de la voz estatal para certificar que efectivamente ese es el catafalco del héroe, cuyos restos enterrados al costado de su postrer campamento, estaban confundidos con muchos de los tantos muertos en ese combate que estremeció al Paraguay.

Marcos reúne en su ovillo de situaciones yuxtapuestas, alrededor de escenas que son estampas finamente esmaltadas —en el monasterio, en la casa incendiada, en el Departamento de Policía—, tanto como suavemente dislocadas respecto del río subterráneo, el apagado golpeteo de una historia real que las recorre. Hay pues un sentido trágico que hay que buscar en otro lado, o por lo menos, en un plano sumergido respecto de lo que se relata, pues los protagonistas tienen todas sus sombras detrás, antecesores fantasmales que tironean como sonámbulos infaustos que agarran a todos de las chaquetas, para hundirlos en los pantanos de una historia. Por eso hay una explicación para que los huesos de Solano López “estén” también en los cenotafios de la ciudad de Corrientes —la sinécdoque del Paraguay—, pues en otro tiempo posterior al que el Estado paraguayo decidiera buscarlos, un grupo de memoriosos realiza otra indagación en esos terrenos sacrosantos de los paraguayos. Entre los expedicionarios, estaba monseñor Cáceres, arzobispo de Corrientes pero jesuita paraguayo, una figura tallada por el novelista sobre el modelo del sacerdote a la vez mundano e irónico, que deja correr por dentro su drama existencial con Dios.

El novelista, Juan Manuel Marcos, muestra en varios momentos su interés por Unamuno. Pues bien, ante la querella sobre la autenticidad de un repositorio de reliquias de la nación inmolada, Cáceres y sus adeptos deciden declarar que hay un osario alternativo del gran mariscal, lo que ellos habrían descubierto, y ellos yacen en el panteón de Corrientes. Esos traspasos de la localización de los héroes y las tumbas, por decirlo así, son un método y un estilo de la novela. La autenticidad no es solamente un pliego con sello estatal sino una fisura casi atemporal de los sentimientos. Es que más allá de los límites topográficos y políticos, este drama ocurre en una cuenca cultural y sentimental guaranítica, cruzada por todos los rayos de la cultura contemporánea de masas y las bibliotecas poéticas más encumbradas.

Los cortes en el hilo de la narración no por los tijeretazos del suspenso o de paneles corredizos, que esperan su momento para entrar a escena, sino por un súbito empalme de enunciados que brotan inocentes del amasijo de palabras que componen toda realidad, más allá de que ella sea trágica o cómica. Esos sentimientos precisan de palabras articuladas para expresarse y éstas suelen escaparse del tímido control que le ofrecen las pobres reglas de sentido con las cuales nos manejamos. Marcos nos presenta a lo largo de toda su magnífica novela, los puntos más crujientes de estas soldaduras extrañas. El lenguaje busca, no sabe dónde, su absurda continuidad en territorios que desea capturar porque le son extraños y disímiles, desde la guerra en los esteros hasta la versión de Antígona, de Brecht.

Luego del misterioso incendio en el caserón del doctor Evaristo Sarriá-Quiroga —hijo de un coronel que se desataca en la guerra del Chaco—, en un diario se lee “profunda consternación ha causado en el seno dela ciudadanía el fallecimiento de quien en vida fuera…”, y sin advertencia previa, en secuencia homogénea sigue compra venta de billetes cheques transferencias moneda oro y toda clase de servicios al exterior informa las cotizaciones de hoy dólar cheque marco alemán peso uruguayo cruzeiro guaraní libra inglesa franco francés franco suizo. Entre los múltiples recursos a los que acude Marcos para señalar su novela por un testigo fantasmal que ya ha olvidado el reconocimiento de los diversos planos de expresividad de lo real —y ese supuesto olvido es la verdadera fuerza de la novela—, no solo se hallan estas noticias de diario donde se leen en continuidad un incendio trágico que a la vez es un núcleo fundamental del drama genealógico familiar de El invierno de Gunter, y noticias varias como el turno de farmacias y la cotización del peso paraguayo, sino que hallamos también otro procedimiento atrevido, en el rango de los mayores riesgos novelísticos.

Es que el personaje fallecido en aquel incendio hubiera querido estar ahora en los ojos del lector; es más, el novelista afirma que los ojos del muerto “son ahora los ojos de lector”. Querría con eso desear su propia sobrevida, de personaje muerto en la trama de una novela, pasar a ser quien, como evidencia de que en un tiempo presente está leyendo, está compartiendo el mundo de los lectores. Si el lector se constituye en ser vivo, el que lee como ente viviente su propia muerte de novela. La novela, entonces, asemeja a un procedimiento de tornar lo muerto en vivo por el solo hecho de que le reclama al lector que piense en su propia realidad lectural, a la vez que se sienta dentro de un orbe ficcional.

Osada experimentación, que convive con otros tantos juguetes refinados de la narración, esto es, escribir sobre un obsesivo tema, qué es la escritura y cómo ella debería desaparecer en el mismo acto de ser emitida. Por tanto, una imposibilidad, la de la escritura que en vano reflexiona sobre su necesaria extinción, cúlmine momento del poder. No se puede ignorar que todo ello está en Yo el Supremo, que entre tantas cosas, trata de su mismo título, ese Yo que escribe el fracaso de su supremacía, sin que este fracaso parezca tal, pues postulando el poder en su pureza original, recurre sin quererlo a la escritura que finalmente puede devorarlo. Las danzas y contradanzas de la escritura de Juan Manuel Marcos, ya ha sido dicho muchas veces, deben mucho de su impulso a los movimientos ultra vinculares de voces, que asimismo hay en Roa Bastos, pero no se lo podría considerar su genuino continuador, como es de toda justicia hacer, si no acrecentara a ese magnífico cuerpo de ideas narrativas anteriores, las evidencias de un nuevo trato con el lenguaje: se lo trata con la mirada; Marcos lo mira de lejos, desde su propio interior, y también de cerca, con el habla que habla sola o con personas que hablan y se definen en su habla, sin quitar que los animales hablan también por ellos. Todo escrito, piensa Marcos, no alcanza, por eso debe permitir al alquimista trabajar con múltiples pociones. He aquí la confesión de una relación sexual en un clima de incerteza y religiosidad, que ocupa varias páginas sin un punto ni ninguna otra señal gramatical, lo que puede verse como el programa profundo que posee al autor de la novela, en cuanto a la limítrofe posibilidad de la literatura de ser reemplazada por la vida real, o viceversa. Son intentos desesperados, pero que se presentan en toda la literatura, clásico o moderna conocida. Marcos habilita voces o simplemente nos muestra el nombre de Pavese, Hemingway o Trakl para amparar su deseo de que cada palabra escrita, por ejemplo, humo, sea pronunciada en el momento exacto en que alguien lo expele, un fumador que no precisa que ese acto quede en la literatura y, sin embargo, ésta se hace presente, con su distanciamiento, y con su deseo de hacerse vida y aniquilar toda distancia. Ser ella ese humo.

La precisa agudeza con la que el autor explora sus figuras narrativas, no eximen a esta novela de poseer un corpulento peso argumental, que si no equivocamos el rápido flechazo, refiere a cómo los órdenes históricos despedazados o sufrientes se encarnan desde la vida de los patriarcas memoriosos de antiguas guerras fundantes, a sus hijos y nietos, que son tocados por un destino oscuro en cualquier lugar en que se hallen, en internados, prostíbulos, grupos teatrales, carreras de sociología, y que solo serán libres de una gravidez histórica repleta de oscuras mezquindades, a través de actos extremos, acaso parricidas. Es el asesinato en los panteones, teatralizados con máscaras de la representación griega, pero que pueden ocurrir como lúgubre día de justicia en un caserón maldito, o en despacho de un general del ejército. Esto último alude al suicidio del general González, que en la novela no tiene clara explicación, pero que culmina las vicisitudes anteriores del relato; el encuentro de Gunter con el general es uno de los grandes diálogos de esta novela, a los que pone, saca, hace y deshace.

Los referidos diálogos se agrupan luego en otras múltiples fórmulas del relato, probando estilos en un ornamentado vestidor, por ejemplo, cada prenda aludiendo al modo en que opera la muerte en los personajes. Si asesinato, hay barroquismo en los preparativos, como en el del padre Marcelín, acto siniestro cometido con extensa gracia, o el de Larraín, del cual se puede sospechar también como causante del incendio mortal en el caserón de los Sarriá-Quiroga. Si suicidio, puede haber una chispa apagada y sugerente, la del militar que nutrido del peso de una dictadura incierta muestra en el victimario un relámpago sucinto de autoconciencia penitente, tema de gran exigencia que se halla en lo mejor de las reflexiones novelísticas latinoamericanas. (…) «