En el centro de prensa de Nizhni Novgorod, donde una alta densidad demográfica de argentinos atraviesa la medianoche de Rusia, unos de los leds retransmite la derrota, la piña croata. Un voluntario mundialista intenta cambiar el canal desde el control remoto, a las apuradas. Nadie se lo reclamó, pero se parece a un gesto de piedad. El voluntario no puede cambiar, mueve el control, lo agita, manotea teclas de la televisión a ciegas, hace las piruetas que alguna vez hizo todo televidente hasta que se cansa. Se va. Su renuncia a la piedad es la nuestra, la de los jugadores, la del entrenador, la de la Selección argentina, un equipo en trauma al que todavía le falta consumirse. Lo que queda es una agonía y las agonías siempre guardan esperanza. Pero esto es distinto.

Nizhni Novgorod, una ciudad que durante más de medio siglo tuvo nombre de novelista ruso, le clavó a la Argentina un relato de angustia. La ciudad de Máximo Gorki fue el escenario de una obra esperada, casi spoileada por muchos en su final. Porque ahora parece fácil, pero el desastre a orillas del Volga se tramitó durante cuatro años hasta con esmero en el desmadre. Ecuador, la clasificación en Quito a Rusia 2018, sólo puso un telón provisorio. Sería el mismo efecto que se conseguiría si los resultados acompañaran a la selección hacia los octavos de final. Si Islandia y Nigeria le abrieran el paso. Si la Argentina ganara su tercer partido, solo se ocultaría la falla estructural que asola a la Asociación del Fútbol Argentino y a sus selecciones.

Es tan extraño todo que la Argentina sufre su eliminación en primera ronda antes de que suceda, antes de que sea irremediable. Es como un pararrayos ante la pesadilla. Porque se sabe lo que se viene. Para que eso no suceda, la Argentina tendría que convertirse en un equipo, en conformarse como un conjunto de subjetividades bajo un plan de trabajo. En lo que no es. Lo que en un año no armó Jorge Sampaoli. Todo puede pasar. El error de Wilfredo Caballero en el primer gol croata sacó la venda de la herida, desnudó al equipo, lo sumió todavía más en las inseguridades que sobrellevaba, su miedo a perder. Todo lo que podía pasar, pasó. La pesadilla que comenzó a asomarse con el empate ante Islandia se hizo más fresca, más vital, más terrible. Lionel Messi había empezado el partido desactivado, en el modo que más tememos, cuando relativiza todo lo que sucede en la cancha. Messi parecía en otro lado, en una dimensión diferente. Si siempre se le pide a los compañeros que lo acompañen, esta vez era Messi el que no acompañaba. Había más rebeldía en los nuevos como Marcos Acuña o en los recién regresados como Enzo Pérez, los que no tenían pasado o los que habían logrado resetearse. Pero eran arrestos desencadenados, no alcanzaba para desarmar a un rival mejor organizado. Croacia fue también lo que se esperaba, o algo más, no fue sólo el eje Modric-Rakitic.

Pero algo había, quedaba acomodar el segundo tiempo, algo que era posible. Hasta que llegó el gol de Caballero. El gol de Rebic. Todo lo que se discutía de Caballero, el arquero cuya virtud era jugar con los pies, se hizo silbidos cada vez que sus compañeros se empecinaron en darle la pelota. Era una muestra de confianza, pero se convertía en una mochila de plomo. La carga la llevaba el arquero pero se extendía a todo el equipo. El dolor se agigantó con discusiones en las tribunas, con puteadas a Sampaoli, con la tensión del silencio. Y con el segundo gol, y con el tercero, un gol playero, letal. Era un derrumbe en toda la línea.

El equipo quedó entumecido por sus propias dificultades, acompañado por lo que llegaba del costado de la cancha, un entrenador hiperquinetico que desembarcó con método pero siguió con arrebatos nerviosos, como mandar a la cancha a Paulo Dybala, que no había tenido prácticas en el mismo equipo que Messi. Sampaoli le asignaba otra tarea, la de sucederlo. Si algo expuso la improvisación, ahí estuvo.

Pero lo que dejó Nizhni Novgorod fue un flashback que no se explica con un año de gestión. Sobre la cancha se vio al fútbol argentino, sus torneos de no sabe cuántos equipos, sus tres entrenadores en un año, los proyectos inconclusos, el abandono de las selecciones juveniles, la intervención de la AFA, toda una estructura millonaria sostenida con clavos. La apelación al esoterismo para suplantar a la organización futbolística: el Brujo Manuel en Quito. Nada le quita responsabilidad a Sampaoli, sólo lo contextualiza, acaso también lo explique.

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(Foto: AFP)

Croacia le impuso a la Argentina un manto de realidad, fue el fútbol actuando con la lógica, no hubo nada impensado. La selección argentina se expuso ante un estadio lleno con toda su depresión, su necesidad de una terapia de grupo, de que un gabinete psicológico la atendiera en la mitad de la cancha. Fue una derrota futbolística, pero también emocional. Nada indica que en cuatro días, los que van de acá al martes, algo de eso se pueda recuperar. Serán días en los que se escucharán las críticas con sustento, pero en los que también se activará la máquina de picar carne, la que mueven los oportunistas, los que aprovechan la caída para golpearse el pecho. Son los mismos que a esta hora se llenarían la boca de palabras como ilusión y orgullo si el resultado fuera otro. Pero ocurre que el resultado no fue otro.   

Nizhni Novgorod, ahora de madrugada pero con una luz que parece de mediodía, se convirtió en una sala de espera. Decenas de cuerpos abatidos duermen en el piso de la estación de tren a la espera del turno que los saque hacia Moscú, una forma de estar más cerca de casa. Es una imagen lúgubre a pesar del sol que entra por las ventanas. Hay hinchas que hablan de vender la entrada para el partido con Nigeria. O dejarla vacante. Otros comentan que no conocen San Petersburgo, que quizá vayan. Pero tampoco los convence. No hay turismo para la derrota.