Si el fútbol era parte de nuestra vieja normalidad, a las 17.03 de la Argentina se puso en marcha una maquinaria que se asemeja a lo que vivíamos, a cuando éramos felices y no lo sabíamos. A esa hora, vimos otra vez a Lionel Messi en una cancha, por televisión, algo que durante 98 días sólo estaba permitido en viejos videos de YouTube, en crónicas imaginarias o en el documental sin gracia sobre el último Barcelona que la productora de Gerard Piqué distribuyó por Netflix. Todo eso no alcanzaba más que para hacer pasar el tiempo.

Tampoco está claro que alcance lo que tenemos, pero es lo que hay. Recién a los cinco minutos de partido contra Mallorca, en un movimiento casi torpe, descoordinado, Messi tocó por primera vez la pelota. El Barcelona ya había hecho su primer gol tras el parate, con Arturo Vidal, en la demostración más clara de que no hay tiempo suficiente para preparar un partido. ¿Cuánto habrá visto y anotado el entrenador del Mallorca para que todo ese plan se desbarate en un minuto de juego?

Y un rato después Messi, ahora sin barba, con aspecto de púber, puso la cabeza para que le quede a Martin Braithwaite. Segunda aparición en el partido. Ver a Messi en la cancha es nuestro paseo de fin de semana con los chicos, el conformarnos con poco, con lo que nos dejan, una administración de la ansiedad en cuarentena. Nos recuerda también que hay partidos fofos, sin tensiones, que nos aburren. Pero la vieja normalidad nos entregaba a la posibilidad de elección. La abundancia también genera el efecto del matiz, como si sólo quedaran los highlights.

Con el calendario en miniatura, después de tres meses sin fútbol en vivo, no quedan esas opciones. Salvo ayer, por un momento, cuando el segundo tiempo de la clasificación del Napoli -sobre el Inter- a la final de la Copa Italia se interpuso al inicio del Mallorca-Barcelona. La abstinencia fue tanta, que los hinchas sólo piensan en ver jugadores. En una pantalla, la ilusión era ver a Lautaro Martínez. En la otra, a Messi.

Ahora que el fútbol parece un asunto de Disney, ajustado a un show televisivo, adornado con hinchas digitales que copan en bits las tribunas y con un sonido ambiente automatizado de los videojuegos, Messi resulta central dentro de esa caja de ilusiones. En julio de 2009, cuando tenía veintidós años, viajó a los parques de Orlando con su familia. Messi no sólo fue para divertirse con los juegos de agua, para cumplirles el sueño americano a sus sobrinos, primos y hermana, sino también para patearle penales a Mickey Mouse. Toda la obra se completaba con una campaña comercial. Disney, que controla las cadenas ESPN y Fox Sports, ya no tiene que llevarlo a la Florida, lo puede ofrecer en sus pantallas.

Para la masa futbolera, Messi siempre fue un objeto tercerizado por la pantalla. Salvo cuando se trata de la selección, los hinchas argentinos lo consumen como una producción catalana. En principio, como contenido televisivo cotidiano -los partidos de su equipo- pero también en su sentido más estricto: porque a pesar de sus años en Newell’s, se trata de un jugador formateado en La Masía, la escuela de cracks del Barcelona. Lo que modifica la experiencia es el contexto, la sensación de excepcionalidad en medio de una pandemia global, y la falta de público, imposible de reemplazar por el papel picado de 8 bits que intenta mostrar las plateas repletas o por el sonido del FIFA 20.

La idea de la Liga española -gerenciada por Javier Tebas, un influencer de lo que fue la Superliga- asume al fútbol como una cosa de la TV. Pero la ausencia de público es la consecuencia de una tragedia. Quienes no están -a costa del Estado- lo hacen para salvar sus vidas. Otros no estarán más. Es una muestra de quién manda, de quién pone el dinero para el circo. Importa más el televidente que quien paga un abono o una cuota social. Alejados de la solemnidad, la pantomima de la Liga española y los dueños de los derechos de televisión podría ser simpática si no fuera una falta de respeto en toda la línea, incluidos los aplausos al personal médico, también robotizados, producto de la tecnología aplicada. Los médicos que ponen el cuerpo son de carne y hueso.

Es curioso que una de las metáforas utilizadas para Messi alguna vez fue que se trataba de un jugador de PlayStation. Era -es- tan perfecto que sus movimientos sólo podían asemejarse a los que replica una computadora. Pero no fue la digitalización de Messi la que nos trajo este tiempo, sino la digitalización de los hinchas.

En la otra vida, la vida en átomos, Messi le puso un pase -otra asistencia a su estadística- para el tercero gol del Barcelona, el de Jordi Alba. Y antes de que todo termine nos dio una cápsula más de la vieja normalidad: hizo un gol, de derecha, como para demostrar que hay cosas que en la vida no cambian; como si 2020 no estuviera arruinado, sigue buscando objetivos: tiene veinte goles en la temporada y está primero en esa clasificación, en la que terminó arriba las últimas tres temporadas. Y fue también en esa vida en átomos que, a los siete minutos del segundo tiempo, un hombre entró al campo de juego. Era un infiltrado en un partido sin público, nunca visto. No tenía barbijo, no tuvo distancia social con Jordi Alba para sacarse la selfie. Lo que sí tenía puesto era la camiseta de la selección argentina. Y la 10 de Messi.