El acuerdo con el FMI entra en una fase crítica. Tal circunstancia no se debe sólo a las dificultades para cumplir las metas establecidas y las arduas negociaciones para lograr su modificación. Detrás de ello hay una cuestión heredada de cuando se diseñó el programa de facilidades extendidas, a comienzos de 2022: durante este segundo año de vigencia, Argentina deberá pagar un diferencial neto de poco más de U$S  1000 millones entre los giros que realizará el organismo y las amortizaciones fijadas en el stand by de 2018.

A ese monto se agregan los más de U$S 2500 millones a pagar este año en concepto de intereses por todos los tramos vigentes. El valor creció abruptamente de la mano de la suba global de las tasas, que también repercutió en los tipos de interés y en los cargos adicionales que cobra el Fondo Monetario.

El origen de ese desbalance data de marzo del año pasado, cuando el entonces ministro de Economía, Martín Guzmán, logró que el Fondo girase un monto equivalente al que se debía abonar para cancelar los U$S 44 mil millones destinados a sostener al expresidente Mauricio Macri. Lo que se buscaba era que cada desembolso trimestral estuviera calzado con los vencimientos de ese período, de tal manera que en la práctica aquel stand by se pagara solo y las devoluciones netas quedaran postergadas por cuatro años más.

Sin embargo, preocupadas por asegurar un colchón de reservas internacionales que tranquilizara el frente cambiario (objetivo que no se había logrado con el acuerdo original), las partes acordaron que en el primer año los giros desde Washington superaran las obligaciones. La diferencia sería compensada en los meses siguientes.

De esa manera se llegó a 2023, donde si no pasa nada raro, los cuatro desembolsos previstos (el primero debería producirse dentro de unos 15 días) sumarán 12 mil millones de DEG, mientras las cancelaciones totalizarán 12.790 millones de esa unidad de cuenta virtual que usa el Fondo para sus operaciones, cuya cotización surge del promedio de una canasta de monedas de varios países. Traducida, esa diferencia de 790 millones en DEG equivale a U$S 1050 millones que el gobierno deberá abonar de forma neta durante este año.

Intereses y sobrecargos

A ello se suman los intereses que cobra el FMI por sus préstamos y cuya tasa variable, habitualmente baja, subió en los últimos dos años a tono con la coyuntura internacional. Actualmente es de 3,44% anual, sin contar los sobrecargos que aplican a la Argentina por su elevada exposición (la deuda supera en más de diez veces la cuota a la que podría acceder el país) y por el largo plazo de devolución del capital.

En febrero de este año, según datos suministrados por el propio FMI, los intereses trimestrales abonados fueron de 517,6 millones de DEG (unos U$S 689 millones). Una suma similar se deberá atender a comienzos de mayo, agosto y noviembre próximos. En definitiva, los flujos netos hacia Washington superarán los U$S 3500 millones durante 2023.

Los números cobran importancia en momentos en que el staff técnico del FMI y los negociadores argentinos encabezados por el secretario de Programación Económica, Gabriel Rubinstein, discuten la modificación de las metas de acumulación de reservas internacionales prefijada para este año. La decisión en tal sentido fue anunciada la semana pasada por el ministro de Economía, Sergio Massa, luego de su encuentro con la directora gerente de la entidad, Kristalina Georgieva, en una reunión del G20 realizada en India.

¿Y las metas? Lo que parecía de resolución inmediata, sin embargo, se fue dilatando. Desde Washington quieren asegurarse de que la recompra de bonos que había iniciado el gobierno no interfiera en el cumplimiento de esos objetivos. Y también buscan sellar el frente fiscal: los técnicos del organismo razonan que si la caída de exportaciones agrícolas a causa de la sequía es uno de los motivos por los que Economía pide relajar las metas, entonces ingresará menos dinero por retenciones y eso obligaría a esfuerzos adicionales para cumplir el compromiso de que el déficit no supere el 1,9% del PBI. Ese número, para Kristalina Georgieva y sus economistas, es inmodificable.