La niña M es apenas una de los dos millones de niños y niñas indigentes en la Argentina. En los últimos dos años, el proceso de crecimiento de la indigencia en la niñez se ha acentuado. Las razones son múltiples y conocidas: la merma en los ingresos de los sectores vulnerables que, al carecer de vivienda propia, van a parar a la calle, literalmente, y una suba desatada de los precios de los alimentos, especialmente de los que hacen al consumo popular.

Las políticas públicas no alcanzan para paliar el cuadro de miseria social en la infancia. No se trata solo de un problema de presupuestos aunque, en los hechos, los fondos destinados a dos de los programas más importantes de Desarrollo Social vinculados con la infancia perdieron un 27% de su valor en la última década.

En rigor, existe un abordaje estatal de la miseria social que no es universal ni consecuente. Según los estudios de la Universidad Católica y el CIPPEC, no se trata de desarrollar nuevas políticas públicas para combatir la indigencia y la pobreza. Las existentes, hay que desplegarlas bien.

Las múltiples dimensiones de la pobreza así lo exigen: la educación pública, la salud y la alimentación se degradan más a medida que más pobre es la zona en la que están insertas esas instituciones.

Es evidente que la pandemia de coronavirus exacerbó este cuadro. Los indicadores de pobreza e indigencia crecieron sobre el ya doloroso escenario previo. Ahora bien, no es un problema solo argentino. La ONU, Unicef y las organizaciones sociales que siguen el tema en forma global advierten sobre el crecimiento de la pobreza y la indigencia en todo el planeta. La Cepal, un organismo de la ONU especializado en asuntos económicos y sociales de América Latina, advirtió que la pandemia llevó los niveles de pobreza en la región a los que existían 20 años atrás.

Pero la pandemia no agrava la pobreza por su propia naturaleza. Se trata de la gestión de la pandemia, de cómo hacen los Estados y los gobiernos para superarla, lo que deriva en tales o cuales consecuencias. Concretamente, el debate debería ser cuántos recursos vuelca el Estado a favor de los más vulnerables en momentos en los que el ciclo económico se ralentiza por la pandemia. ¿Un IFE alcanza? ¿Dos IFE? ¿Cuántos IFE son necesarios para que los niveles de pobreza no crezcan, para que al menos se mantengan estables durante la pandemia?

La Cepal advierte que hay una suerte de fatalismo en este tema, en el sentido de una naturalización de que los más ricos pueden acrecentar sus bienes en pandemia mientras que los más pobres se hunden más en la miseria. Combatir ese estado mental, casi anómico, es una necesidad urgente para cualquier población que busca salidas positivas, es decir, que favorezcan a las mayorías.

Durante dos días, no se habló de otra cosa: la suerte de M conmovió a todo el país. Pero hay millones de M.