La historia no se repite, pero el presente suele quedar atrapado en reverberaciones del pasado. Uno de los ruidos estridentes que no dejan de sonar es el peso de la deuda. Hace 20 años, como ahora, la deuda estaba en el centro de la escena. Entonces, como ahora, vuelven a los noticieros el riesgo país y la búsqueda prometeica de un acuerdo con acreedores que esta vez sí nos saque de la caja de resonancia. Ahora, como entonces, poco parece que de allí venga el alivio de otra música.

La convertibilidad endeudada

El sostén macroeconómico de la convertibilidad fue el veloz, intenso y amplio programa de privatizaciones. El acceso al Plan Brady requería canjear deuda en mora por nuevos bonos, plausibles de trueque por acciones en empresas públicas. La apertura y desregulación de la economía, así como la refuncionalización del Estado, eran las reformas que supuestamente permitirían el salto al “primer mundo”. En efecto, se produjo un salto en la productividad y se amplió el acceso a bienes de consumo, estabilizando el nivel de precios en el famoso 1 a 1. Para sostener esa paridad, se necesitaba la llegada permanente de fondos, que las exportaciones –que aumentaron- no alcanzaban a completar. El problema es que ese modelo funcionó elevando el desempleo, la pobreza y la desigualdad, lo que ya era evidente para la mitad de la década.

A pesar de ello, tras el efecto Tequila, se eligió reforzar el camino. Cuando se terminó de privatizar YPF en 1998, el acceso a fondos frescos quedó restringido a la deuda. Esto coincidió, ni más ni menos, que con la crisis en el Sudeste asiático, Rusia, Turquía y, más cerca, Brasil. De modo que la deuda, cada vez más necesaria, era cada vez más renuente a la periferia.

Para sortear este escollo, el gobierno de la Alianza logró a fines de 2000 el respaldo de organismos multilaterales, gobiernos y algunos bancos. Pero el “Blindaje financiero” no alcanzó. En junio de 2001 se reestructuraron más de 30.000 millones de dólares en el “megacanje”, que aumentó la deuda total a cambio de extender los plazos de vencimiento. La deriva del modelo, a esta altura, parecía clara. Las reservas caían al ritmo de suba del riesgo país, que aparecía diariamente en los medios como el reporte climático.

El FMI, sin embargo, sostuvo su apoyo al país. Se firmó un acuerdo stand by a inicios de 2000, ampliado en enero y otra vez en agosto de 2001. Los montos desembolsados repusieron las reservas caídas, pero no lograron reponer la confianza inversora. Los acreedores exigían mayor ajuste. Por eso, tras la estadía mínima de Ricardo López Murphy en el Ministerio de Economía, el gobierno insistía con el recorte con la Ley de Déficit Cero. Se trataba de un total sinsentido, puesto que era la recesión la que reducía la recaudación, mientras el gasto crecía por el peso de la deuda.

En noviembre el gobierno encaró una nueva reestructuración. En la primera fase, se canjearon 42.000 millones de bonos –varios de ellos provinciales- por nuevos títulos garantizados por la recaudación fiscal. La siguiente etapa iba por los bonos bajo jurisdicción extranjera. Esta etapa nunca llegó.

Ni la menor heterodoxia

Ante la crisis, el flamante ministro retornado, Domingo Cavallo desplegó su “heterodoxia” con la ampliación de la convertibilidad a una canasta de monedas y una serie de programas de competitividad sectorial. El FMI trató estas medidas de “inconsultas”. La sangría de reservas siguió, a pesar del superávit comercial alcanzado ese año. El problema no era comercial.

Cavallo aprobó el 1 de diciembre el “corralito”, la disposición que restringía los retiros de depósitos bancarios. Sería el canto de cisne de su invención original. El 5 de diciembre el FMI emitió un comunicado declarando que no podía aprobar la revisión del Stand By, soltando así la mano del país. Los eventos se aceleraron entre marchas, piquetes, ahorristas y presiones diversas, terminando en la renuncia del ministro y, al otro día, del presidente De la Rúa.

El presidente provisional Adolfo Rodríguez Saá fue el encargado de decir lo que ya se sabía: que la deuda no se podía pagar. Declaró en el Congreso el default de la mitad de la deuda pública. La otra mitad, recientemente canjeada, siguió siendo pagada. La reestructuración con los privados tardaría hasta 2005 en llegar. Para cuando llegó, la economía ya llevaba 3 años de recuperación.

¿Y ahora?

Cambiemos reeditó el programa neoliberal desde que asumió el gobierno. Su “primavera” duró mucho menos. El festival de bonos permitió pingües ganancias durante dos años, pero su recorrido empezó a agotarse cuando se trabaron las reformas en el Congreso en diciembre de 2017. La resistencia social otra vez puso límite al ajuste. En 2018, el presidente Macri acudió al FMI tras 15 años sin acuerdos. Se firmó en tiempo récord un nuevo Stand By, por el monto más grande del organismo asignado a un solo país. Y por eso mismo, una piedra difícil de quitar del camino.

El gobierno del Frente de Todos logró un canje con acreedores privados en 2020, y ha sostenido la negociación con el FMI desde ese momento. Su propuesta ha sido en ambos casos ganar tiempo y pagar en la medida en que haya recuperación, reviviendo la lógica de asociar a los acreedores al crecimiento. A principios de diciembre se enviarían al Congreso los términos en los cuales se pretende acordar con el FMI. Incluso en caso de lograr un acuerdo, persiste como una duda si este arreglo no será un eco más en una serie donde, vez tras otra, se busque canjear y cumplir, sin lograr alterar la dinámica de crisis subyacente.

Como hace 20 años, los acreedores no toman responsabilidad por haber financiado un modelo que era evidentemente insostenible, vulnerando leyes y violando derechos humanos. No hay consideración alguna por los niveles de pobreza y las necesidades de la población, ni siquiera en el marco de una pandemia y crisis global. Hoy, como hace 20 años, los acreedores demandan más ajuste para pagar la deuda. Y aunque no es igual qué gobierno negocie, el límite, en última instancia, lo pone el pueblo organizado y movilizado.