Escribía el crítico de jazz Nat Hentoff: “En el jazz el músico es su música, entretenimiento y religión, orgullo y tentación, lo que escuchas es tan impredecible como el músico mismo”. Charles Mingus (1922-1979) representa este aserto, en él vida y obra se imbrican a fuego. Pocos músicos reflejan con mayor lealtad las transformaciones de la música afroamericana durante el siglo XX. Anda desnortado quien crea que su trascendencia tiene que ver con su pulso al contrabajo o con la poderosa conducción de una banda por la que pasaron durante tres décadas Eric Dolphy, Roland Kirk, Jaki Byard, Booker Little, Bill Evans, Clifford Jordan, entre un espectacular etcétera. Su música nos coloca en espacios de una creatividad abrasadora. Propiciadas por el colectivo, las atmósferas y pasajes, rotos por giros continuos, excluyen la alusión a un instrumento o carácter concreto. Mingus no creó un género pero tampoco es asimilable a ninguna corriente de la música afroamericana. Su contribución al desarrollo y avance de la composición grupal improvisada excede las categorías. Su nombre expone un estilo, nunca al revés.

Nacido en Arizona, de ascendencia afroamericana, pero también china, sueca y británica, era huérfano de madre e hijo de un militar. Su madre adoptiva, nativo americana, se lo llevaba cada domingo a la iglesia. La música que allí escuchó, según él mismo, le marcaría para siempre. Hasta alcanzar su adolescencia tocó el trombón y luego el violoncelo, entre miles de peripecias y dificultades, según cuenta en Menos que un perro (autobiografía escrita al final de su vida). La condescendencia y el maltrato que sufrió fueron determinantes de un carácter turbulento, al que se agregaba un físico imponente, alto y robusto, más tarde de tendencia obesa. Viviendo en Los Angeles, durante años de arduo estudio del contrabajo, escuchaba a Duke Ellington, Lionel Hampton, Lester Young y Art Tatum, entre otros, mientras componía complejas piezas influidas por clásicos modernos como Stravinsky, Debussy o Ravel. Tras conseguir mantener un lugar como contrabajista en la banda de Buddy Collete, a principios de los ‘50 se trasladó a Nueva York, donde empezaría a grabar como líder.

También emprendedor inquieto, en 1952 fundó con Max Roach el sello Debut que daría cabida a nuevas promesas. El repaso de su trayectoria se hace abismal, al llegar a tocar, no solo con Duke (que lo despidió a los tres días tras una pelea), sino con santones del be bop como Charlie Parker, Miles Davis o Thelonious Monk. En los ‘50, la emancipación del jazz que supuso el bop respecto de los parámetros “blancos”, de ser una “música de baile” a construirse como caldo de cultivo en relectura constante del blues, desembocaría en un nivel inédito de experimentación, atravesado por la emergencia histórica por los derechos civiles del pueblo afroamericano. Mingus procede de esa cantera, adusto y hostil, artista consciente, ya no solo “entertainer”. Era muy pesada una experiencia vital que podía ser descubierta por el showbussiness, pero que aún era discriminada por la diferencia étnica. Pithecanthropus Erectus (1956), East Coasting (1957), Mingus Ah Um (1959), Blues And Roots (1960), entre 1957 y 1964 publicaría más de veinte álbumes en diversas discográficas, llegando a ser referencia contracultural antes de que esta palabra existiera.

Sus ensambles, si bien no eran tan numerosos como los de la época de las big bands que tanto adoraba, incluían entre cinco y nueve miembros, demarcando una progresividad imparable (puede que la auténtica democracia, como diría Hentoff) donde palpitan paisajes mutantes de swing, ebrios tanto por las variaciones rítmicas y armónicas del bop como por las elucubraciones disruptivas del impresionismo europeo. Regadas por alocuciones e interjecciones propias del góspel y retazos de un simbólico ironismo callejero, el exuberante melange sigue rompiendo con el relato histórico, dando pie a imaginarios coreográficos encadenados a la disonancia. The Black Saint And The Sinner Lady (1963), puede que sea su obra cumbre, abrazada desde entonces como estandarte inexcusable de la avant garde y el free jazz. Las panorámicas creadas por las bandas de Mingus dan voz a las contradicciones que acucian la vida en las grandes urbes. El director John Cassavetes lo eligió para la banda sonora de su primera película (Shadows, 1959), y largas temporadas tocando en el Café Bohemia y el Five Spot de Greenwich Village impregnaron una escena artística que, a más de la pintura del expresionismo abstracto, culmina con la beat poetry y anuncia el folk-blues revival de los ‘60.

El espacio no permite abundar, por ejemplo, en su faceta de activista político ni en las fases postreras de una banda con la que giró hasta el final. “Bandismo” deviene término clave cuando hablamos de Mingus, su afecto por el grupo transpira una cualidad extremadamente singular. Como afirmaba uno de sus músicos: “al terminar de tocar estabas seguro de que “algo” había sucedido”. Una plétora expresiva que no oculta los obstáculos se abre paso a través de la memoria, entre avenidas y cruces de un colorido irremediable. En Mingus se agita un lugar inubicable, refugio ya pleno de sentido: “Me pasé años estudiando a fondo el contrabajo, siendo consciente de cada nota, pero cuando empecé a tocar en bandas era yo, nunca más el instrumento. Estoy ahí intentando expresarme y el contrabajo nunca interfiere. Me convierto en predicador”.  

Charles Mingus: 22 de abril de 1922 – 5 de enero de 1979.