Como pocos de su generación, Jim Morrison había sabido resumir el estado general de las cosas según su propio pasar y pesar. Y ese pasar y pesar le decía que su encantadora y deliciosamente tormentosa relación amorosa que vivía con su novia Pamela Courson estaba entrando en un punto de inflexión que debía resolver. La expresión de ese momento histórico tanto para su generación como para su biografía, es un disco tan desparejo como intenso (como su vínculo con Pamela): L.A. Woman. Si bien es un álbum hecho y derecho, L.A. Woman encuentra su sentido en dos temas: el que le da nombre, y “Riders on the Storm”.

En ellos se puede encontrar una explicación al final abrupto que en pocos meses tendría la banda que durante cinco años dejó una marca indeleble en la historia del rock mundial: The Doors, el cuarteto encabezado por Morrison, acompañado por el tecladista Ray Manzarek (además de la poesía de Morrison, la otra gran innovación de la banda, que le hizo suplir el bajo), el guitarrista Robby Krieger y John Densmore en la batería.

“Bueno, llegué a la ciudad hace casi una hora.

Me di una vuelta para ver de qué lado soplaba el viento,

por dónde están las chicas, en sus bungalows de Hollywood.

¿Eres una damisela afortunada en la Ciudad de la Luz

o sólo otro ángel perdido?

Ciudad de la noche/ ciudad de la noche/ ciudad de la noche”

Dice “L.A Woman”. La ciudad de la luz de las damiselas afortunadas como si nada, se convierte en ciudad de la noche para los ángeles perdidos. Como si Los Ángeles, que hacia fines de los 60 parecía iluminar al mundo con todas sus novedades, se hubiese oscurecido aunque pocos se estaban dando cuenta. Morrison los advertía: el comienzo de una larga noche, aunque él no sabía cuán larga, ni tampoco que no estaría para contarla. En su voz grabada en el baño de la sala de ensayos que improvisaron como estudio a lo largo de las escuchas que dieron los años, se puede apreciar el anuncio de una resaca que no estaba en los planes de nadie: la primera generación que estaba dispuesta a convertir su juventud en una fiesta inolvidable no fue anoticiada de que las fiestas siempre dejan resaca, a veces una de la que es imposible recuperarse.

Si como dijo el Indio Solari una vez, los ‘60 fueron tres años, sin duda The Doors se vistieron justo a tiempo: en 1965

Morrison se encontró con un ex compañero de la de la carrera de Teatro, Cine y Televisión de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), Ray Manzarek, quien ya estaba en una banda. Contó Morrison que en ese encuentro californiano playero le recitó Moonlight Drive’, el poema que acaba de escribir, y dice la leyenda que a Manzarek se le abrieron las puertas a una nueva percepción. Al poco tiempo Krieger y Densmore darían forma definitiva a The Doors.

Morrison entonces se mostró como uno de los top five de esa nueva camada de jóvenes que sucedían a los fundadores The Beatles, The Rolling Stones, Bob Dylan, la tríada sobre la que se estaban asentando los modos y aspiraciones de los tiempos que ya habían cambiado. Especie de hermano menor que accede a nuevos permisos abiertos por sus antecesores, no puede ver (ni sentir en carne propia) que por eso que cree derechos, aquellos habían pagado sus buenos costos. Morrison quería ser escuchado. Aunque tal vez no tanto. Su viaje a París con Pamela sin terminar los detalles de L.A. Woman parecen sugerirlo.

Hay un asesino en el camino

Su cerebro detestable y retorcido

Toma unas largas vacaciones

Deja jugar a tus hijos

Pero si le das auto-stop a este hombre

Tu dulce familia morirá

Asesino en el camino, sí

Dice ”Riders on the Storm”. Y aquí la banda introduce una novedad: le pone el sonido de fondo de una tormenta -a la manera de una película que le pone sonidos a una escena para reforzar el sentido que busca-, y consigue una textura sensorial que excede la lograda por la combinación letra música.

Una perla de la nueva tenebrosidad en los incipientes ‘70 anunciaba la banda que ya había dado otra gema del terror como The End en el álbum debut, como si un círculo se cerrara. Charles Manson ya había hecho escuela, y las rutas de la paz y el amor ya no resultaban seguras: el hippismo dejaba de ser amistoso, y Morrison tocaba la fibra que en los años venideros se convertiría en la más sensible del americano medio: la seguridad de su familia, el principal pretexto para armarse hasta los dientes.

Los años hicieron de L.A. Woman más de lo que el mismo álbum hizo por sí mismo en el momento de su lanzamiento. Suele suceder más a menudo de lo que se cree. Acaso eso sea de uno de los rasgos más significativos del arte: echar mojones sobre un momento y su circunstancia a fin de revelar su sentido a la mayor cantidad de público posible, sea en simultáneo o en su posteridad. El desparejo (y por eso también vital) L.A. Woman dejó esos dos por sobre cualquier otro: ya era hora de que su generación dejara de actuar como si el sueño no hubiera terminado.