Escenario, micrófono en el medio y una banqueta alta donde se apoya un vaso de agua. Entra la periodista, mira al público y dice: “¿No les parece raro que ahora el stand up se trata más que nada de mostrarse vulnerable? Es como si un perro quisiera causar gracia haciendo caca en tu living. Y lo hiciera mirándote a los ojos. Y al final, como remate, se tirara un pedito, a propósito, y esperara tu risa”. Desde las butacas se oye un murmullo jocoso y cierta empatía cargada de desconcierto. El sentimiento contradictorio puebla la sala, la pone en ascuas, y desde ahí se avanza con el monólogo. O esta nota.

Un top five. Hannah Gadsby y sus últimos especiales, Nanette y Douglas, en los se enfoca en la violencia que sufrió por ser lesbiana y cómo es vivir con autismo, respectivamente, entre otras cosas. Bo Burnham y su multipremiado Inside, tan hilarante como angustioso, en clave musical. Tig Notaro y su monólogo que comienza diciendo “Hola, tengo cáncer, ¿cómo están ustedes?”, seguido de su Boyish Girl Interrupted, en donde se saca la camisa y muestra su doble mastectomía con naturalidad. Daniel Sloss, que habla con ternura y humor negro de la muerte de su hermana con parálisis cerebral. Mae Martin con sus problemas de salud mental, que además escribió y protagoniza la serie Feel Good, en la que entre otros temas toca el del abuso.

Entre el público del stand up siempre hay alguien que quiere intervenir, siente la necesidad de arruinar el chiste, o robarse algunos de los aplausos. Y quien lleva adelante el monólogo, justamente, tiene amplio entrenamiento al sortear esa aparente dificultad. No solo para romper, si no para usar, la cuarta pared y contestar, rápido y sin que fallen los reflejos. Entonces eso mejora el show.

“¿Qué hace a estos comediantes nuevos, interesantes o pertenecientes a un mismo conjunto?”, grita el típico entusiasta desde la platea. Bueno, son distintos estilos, pero tienen algo en común. Primero, y para zanjar cualquier discusión: es humor. Segundo, exponen una verdad frágil para hacerla, además de graciosa, poderosa. Un signo de época actual. Como lo fue en el inicio de este siglo Sarah Silverman con su irreverencia o en los ’90 Seinfeld y su acidez didáctica.

El origen

Aunque ahora es global, el stand up tiene su tradición más fuerte en Estados Unidos, así que hay que pensar ahí su origen. En los bares nocturnos a finales de la Segunda Guerra Mundial. La prehistoria podría ser en la década del ‘30, cuando la mafia controlaba los nightclubs y comenzaron a ofrecer espectáculos de entretenimiento, incluyendo números de comedia. Ahí se armó el formato, que pedía cierta rudeza para sostenerse frente al público borrachín, como el gracioso actual de la platea.

Una persona sola, frente al público, usando un lenguaje provocativo y directo para atravesar la bruma de bar nocturna, sin interpretar ningún personaje ni ponerse disfraces. No es un unipersonal de teatro, con interpretación dramática, si no, un one man show. Así se llaman, puristamente hablando. Y sus primeras figuras, claro, fueron hombres. Por ejemplo, Lenny Bruce, de la generación beat, con su marca de estilo en escena que integraba sátira con reflexiones sobre política, religión y sexo.

También dejó una marca de estilo fuera de los escenarios. Por el contenido de sus monólogos, a fines de 1962 lo arrestaron en un show en Chicago y al año siguiente lo declararon «extranjero indeseable» en el Reino Unido. En abril de 1964 se presentó en el Greenwich Village sin cambiar su show. Había policías encubiertos en la audiencia y lo volvieron a detener. Esta vez, además, le hicieron un juicio que duró seis meses y lo declararon culpable de obscenidad.  

“Pienso que el deber del comediante es encontrar donde está dibujada la línea y cruzarla deliberadamente”, dijo una vez George Carlin, no solo una de los comediantes más importantes durante el siglo XX, si no su Neil Young, si el stand up fuera el grunge en vez de un perro. Héroe de la contracultura, se hizo célebre con sus monólogos alrededor de la decadencia de la humanidad, azotando al establishment con su más que afilado humor incisivo. Además, movió la aguja de la historia, dentro y fuera de la comedia.

En 1972, Carlin estrenó su monólogo Seven words you can never say on televisión y las dijo: “Shit, piss, fuck, cunt, cocksucker, motherfucker and tits”. Encontró dónde estaba la línea, y la cruzó deliberadamente para resaltar lo absurdo que era creer que determinadas palabras podían corromper a quien las oyera. Recordemos a Lenny Bruce (por otra parte, su mentor). Al año siguiente, una estación de radio trasmitió el monólogo con la advertencia de que contenía lenguaje potencialmente ofensivo. Por esas siete palabras, así apiladas.

Corte Suprema

Un oyente presentó una queja. En febrero de 1975 se declaró a la grabación «indecente» y recomendaron que el regulador gubernamental de radiotelevisión prohibiera su emisión en horario infantil. Claro que Carlin apeló la resolución y en 1977 el caso llegó a la Corte Suprema. Finalmente, el 3 de julio de 1978 se emitió un fallo histórico a favor de que cada emisora pueda determinar las pautas y limitaciones del idioma.

Carlin –que recibió premios Grammy a lo largo de su carrera y murió de un infarto a los 71 años en 2008– pudo ver el camino que abrió. Le hizo lugar a comediantes como el extremo Andy Kaufman, que incorporó la canción y el baile a sus rutinas tan entretenidas como extrañas hasta su temprana muerte por cáncer en 1984. En los 90, a contrapelo de toda corriente, comenzó su carrera Dave Chappelle, que explotó a inicios de este siglo desafiando los límites, con absurdo, humor negro y groserías atinadas hasta ser una suerte de rockstar del género.

Entre otros premios, ganó el Mark Twain al Humor Estadounidense en 2019. Algo gracioso, que se encargó de destacar cuando lo recibió, ya que al autor de Las aventuras de Huckleberry Finn, a ojos de este siglo, se lo considera racista. En su último especial en Netflix, The close, Chapelle terminó concentrando su sarcasmo incisivo contra la comunidad LGTBQI, errándole un poco, tal vez, a la línea de la que hablaba Carlin y enfrentando la causa de la minoría negra contra la queer.

Hay algo en el stad up, desde su origen, que se basa en decir lo que no se quiere escuchar. Cada época tiene sus oídos sordos a determinadas cosas. Lo que hoy incomoda es, tal vez, la fragilidad. Ese ir por el margen de los combativo para combatir. “Pero no nombraste a muchos comediantes históricos y también faltan varios de los más nuevos”, dirá el borrachín del público.

Toda antología tiene su recorte, pero otra vez, gracias a la intervención externa, la periodista puede no dejar afuera, así, acá, a pilares de la ruptura y lo incómodo para hacer reír como, en orden de aparición histórica, Joan Rivers en los ‘60, dando espacio a las mujeres en ese mundo de hombres; Richard Pryor en los ‘70 con su humor provocador (como máscara y escudo de su tristeza); el delirante Eddy Murphy en los ‘80, o Dennis Leary en los ‘90 con No Cure for Cancer, en defensa de los cigarrillos. Y un amplio etcétera. 

Las luces bajan un poco. El vaso de agua sobre la banqueta alta está vacío y la periodista, después de una pausa premeditada, dice: “Entonces el perro hace caca en tu living, mirándote a los ojos, y al final se tira un pedito, a propósito, y te causa gracia, aunque sentís su vulnerabilidad, la incomodidad que te genera todo eso, y te reís así, como si la comedia actual tuviera cuatro patas y dijera guau”. Desde las butacas se oyen las risas finales, salpicadas por cierto desconcierto contradictorio, y en medio de esa confusión jocosa, el escenario queda vacío y se cierra el telón. O esta nota. 


En la Argentina también se consigue


Hay una cultura propia del monólogo humorístico en vivo en la Argentina. Sus antecedentes se pueden rastrear en la década del ‘70 con el café concert y también en figuras como Enrique Pinti, Antonio Gasalla o Carlos Perciavalle. Después Tato Bores en la televisión abierta para dar pie a Jorge Guinzburg y llegar hasta Los Midachi, que explotaron en los ‘90, pasando por los capos cómicos del teatro de revista en los ‘80 o los cuentos de Luis Landriscina.

Más cerca del formato-escuela estadounidense, el stand up moderno criollo cobra forma y se hace de su espacio durante este siglo. Es una escena que viene, en muchos casos, desde grupos de improvisación. Primero, entre 1999 y 2005, el programa de televisión español El club de la comedia impulsó el género en castellano, con las técnicas de escritura de monólogos de Estados Unidos, y estuvo la inestimable ayuda de YouTube para que los nuevos buscaran su público.

Más cerca en el tiempo, cobra fuerza definitiva gracias al impulso global que dieron los especiales de comedia en Netflix. Ahora, no solo hay stand up en la calle Corrientes (con una primera masividad en el show Cómico Stand Up, protagonizado en diferentes ediciones por ahora referentes del género local, como Sebastian Wainraich, Peto Menahem o Diego Reinhold), sino también en los circuitos alternativos de Buenos Aires y todo el país.

A tono con el resto del mundo, hoy destacan comediantes como Charo López, Malena Pichot (con especial en Netflix), Señorita Bimbo, Noelia Custodio, Ezequiel Campa, Felix Buenaventura y Martin Pugliese, entre otros. También convocan múltiples curiosos los miércoles jam en el Centro Cultural Matienzo, el teatro La silla eléctrica en el Patio del Liceo, y muchos, cada vez más, open mics y rotativos en una escena que se arma y sostiene, pandemia mediante y todo.

Diez recomendaciones para ver por streaming

-Bo Burnham Make Happy (Netflix)

-George Carlin Life Is Worth Losing (Amazon Prime)

-Richard Pryor Live In Concert (Netflix)

-Sarah Silverman A Speck Of Dust (Netflix)

-Daniel Sloss Live Shows (Netflix)

-Tig Notaro, “Boyish Girl Interrupted” (Amazon Prime).

-Hannah Gadsby Nanette (Netflix)

-Dave Chappelle The Closer (Netflix)

-Jerry Seinfeld 23 Hours To Kill (Netflix)

-Malena Pichot Estupidez compleja (Netflix)