«¡Somos artistas, no terroristas!» El grito sale de la garganta siempre filosa del rapero boliviano Mino Walaycho. Acaba de cerrar su participación en una nueva kermés a beneficio de las familias de las diez víctimas y de las decenas de heridos que dejaron en noviembre pasado las balas militares en la represión de Senkata. El músico de 31 años, nacido y criado en La Paz, dice que se planta en el terreno del rap combativo: «Por eso tengo que estar acá en El Alto, porque mis letras están del lado del pueblo. Ahora más que nunca».

Walaycho agrega que, con diez años de carrera sobre sus espaldas en el under paceño, sus rimas siempre buscaron pintar la realidad social de lo que pasa en Bolivia: «Con la salida forzada de Evo, el regreso de la ultraderecha y del neoliberalismo y sus políticas del pasado, acá estoy para cantar todo lo que callan los medios. Hay una palabra perfecta para esta época: resistencia».

Durante su breve pero potentísima presentación en la plaza 25 de Julio, custodiado con banderas que rezaban «¡La Masacre de Senkata no se olvida! ¡El golpe fue contra el pueblo!», el MC hizo mover al público con algunos de sus hits guerreros, como «El pueblo unido» y «Represiones», dedicados a la brutal policía del gobierno de la presidenta autoproclamada Jeanine Áñez.

Aunque Walaycho es más paceño que el chuño, reconoce que su carrera está empapada desde su génesis por la ola del hip hop nacida en las cumbres de la vecina ciudad de El Alto hace poco más de una década, con artistas como Ukamau y Ké y la casa cultural Wayna Tambo, motores del cruce entre el hip hop y la cultura aymara.

Con el rap como herramienta de resistencia social, más críticas agudas y encendidas al neoliberalismo y orgullo de los pueblos originarios plantaron un nuevo paradigma para el hip hop boliviano. «Estamos con la raza», «Túpac Katari», «Fusil, metralla» y «La coca» son algunos de los clásicos paridos por Abraham Bojórquez, líder de Ukamau y Ké, que marcaron el camino a toda una generación de lanzadores de rimas. Bojórquez murió en 2009, atropellado. Tenía apenas 27 años.

«Hay toda una tradición del rap en la cultura boliviana. Empezó copiando esa idea gringa de las pandillas. Eran los años dulces del neoliberalismo, finales de los noventa, y los jóvenes se rebelaban contra la sociedad. Pero después del Octubre Negro del año 2003, cuando cae Sánchez de Lozada, hay un boom y empieza a surgir la mixtura con la cultura andina. Puro sincretismo. En los años de Evo creció mucho, pero no somos tantos los que hacemos hip hop combativo. También hay batallas de gallos, pero creo que les falta ll’ajua, picante», detalla Walaycho una genealogía del género en las alturas.

El muchacho de las rimas lleva una wiphala atada en su muñeca. La agita durante todo su show. Cuenta que cuando vio cómo los opositores a Morales quemaban las banderas multicolores no lo podía comprender: «Los policías también las cortaban de sus uniformes. Fue indignante, porque es un símbolo de unión de las naciones de los Andes. En el fondo, molesta a las élites porque representa la resistencia».

–¿Y qué esperás para los próximos meses, con el posible llamado a elecciones?

–Fueron semanas muy difíciles, hasta perdí mi trabajo, en una ONG por el golpe. Nos han querido llevar a la guerra civil, nos han bombardeado con información falsa. Impulsaron el enfrentamiento entre amigos, familiares, vecinos. Creo que muchos bolivianos olvidan la historia, y todo lo que trae la vuelta de los conservadores y la Biblia. Esa no es una revolución, como muchos la llaman. Ellos no están del lado del pueblo. Desde este barrio demostramos que hay que seguir luchando, resistiendo.

El cierre de la jornada es con un grito de los vecinos que sale desde El Alto y llega a todos los departamentos de Bolivia y más allá: «¡Senkata no está sola, carajo!».