Si muchos músicos de los años 60 han fallecido alejados del mundanal ruido, Pharoah Sanders se mantuvo activo hasta el final. De hecho, su último disco, “Floating Points” fue elegido, en plena pandemia, uno de los álbumes de 2021. Siempre crítico consigo mismo, en una entrevista de hace par de años con el semanario New Yorker reconocía no haber estado del todo satisfecho con su propia forma de tocar, ni haber terminado nunca de saber si sus improvisaciones aportaban lo suficiente. Esa modestia es la misma que refulge en el halo transformador de su música como condición de riesgo y sanación, al mismo tiempo. Quizá el mayor afluente de la escuela Coltrane (fallecido justamente el día del cumpleaños del maestro), pocos músicos vivos, por no decir ninguno, despertaban dentro del mundo del jazz su embrujo. Farrell “Pharoah” Sanders siempre fue un indagador de las veredas anímicas que absorben lo humano. Como explorador de la espiritualidad insondable que sostiene la existencia estética contra la razón y la lógica, su música destroza cualquier lectura que se quiera entera.

Nacido en Little Rock (Arkansas) el 13 de octubre de 1940, Sanders empezó siendo batería cuando aún era pintor amateur. Tras pasar por el clarinete se decantó por el saxo tenor, entrando en el mundo de la música relativamente tarde. Llegó a Nueva York desde la Escuela de Arte de Oakland (San Francisco), a principios de la década de los 60s, con inmensas dificultades económicas pero, sobre todo, la idea de perfeccionar su forma de tocar. Recién aterrizado a la escena coincide con la irrupción del free-jazz, músicos que vuelcan la comprensión e interpretación del sonido, tal y como hasta entonces las tradiciones, formas y géneros venían afrontándolo.

Tras tocar un tiempo con la mítica Arkestra de Sun Ra y con Ornette Coleman, conoce a John Coltrane, quien le ofrece entrar en su banda y en el sello Impulse!, por entonces uno de los sellos donde se instala la nueva música afroamericana. Pharoah Sanders: “No podía entender por qué Coltrane quería que tocara con él, porque en ese momento no sentía que estaba listo para tocar. Estar cerca suyo era casi como, “Bueno, ¿qué quieres que haga? No sé lo que se supone que debo hacer. Siempre me decía: “Toca”. Eso fue lo que hice…” Con Trane graba en solo par de años una serie de discos seminales y  desbocados (“Ascension”, “Meditations”, “Kulu Se Mama”, “Expression”…), de belleza inasequible y abiertamente anti-identitarios.

Si bien la crítica ha infravalorado sus aportaciones, convirtiéndolas casi en ocurrencias díscolas, su incipiente rumor ya anunciaba, como dijo Amiri Baraka, la “búsqueda consciente de una conciencia superior”. Una espontaneidad completamente inmersa en la vivencia, mimética, racial y enfurecida, pero también el murmullo taciturno, devastador y revelador que quiere desatar el sonido respecto de los consensos que lo hunden entre el palabrerío. Esa ambivalencia se traduce en improvisaciones discontinuas, abruptas y disruptivas, a veces fluidas antes de volver a disolverse como estruendo.

Fallecido John Coltrane en 1967, los discos de Pharoah como líder, entre finales de los años 60 y los primeros 70, expandieron su capacidad convulsiva e incorpórea en discos como “Karma”, “Jewels Of Thought”, “Thembi”, “Black Unity” o “Izipho Sam” y temas como “The Creator Has A Master Plan”, “Colors” y el encandilador “Hum-Allah-Hum-Allah-Hum-Allah”. Ya fuera abrazando la militancia afrocentrista o incluso la creencia musulmana, no ceñía la resonancia del saxo a una solución simétrica aparente sino más bien a divagaciones propias de una intención desregulatoria y sin estructuras. Por entonces, anduvo además con la banda de la pianista y harpista Alice Coltrane (viuda de John), grabando esa vaporosa tríada hinduista que componen los álbumes “A Monastic Trio”, “Ptah the El Daoud”, y “Journey In Satchidananda”. Instrumentos no occidentales, percusiones de todo tipo; musitar, aullar, a Pharoah le cabía siempre rumiar dentro o fuera de un “groove”, método expeditivo que puede medirse en sus discos con Leon Thomas, Gato Barbieri, Lonnie Liston Smith, Don Cherry o Sonny Sharrock, muchas veces como acompañante.

Armónicamente fastuoso, Sanders podía ser tan rudo, feroz y explosivo como melódico y celestial, hasta colocar el intelecto en extremos que no le son traspasables. En las siguientes décadas, embebido de la corriente volátil y desasida que le atravesaba, agregó pruebas imprescindibles a la incandescencia de su repertorio en álbumes como “Pharoah”, “Journey To The One” o “Shukuru”, cada vez más tradicional y baladístico en diversas relecturas de su propia obra y la de Coltrane, en medio de hiatos sin grabar. Con cierta regularidad se mantuvo en los escenarios y en una línea de colaboraciones entre las que destacan la vuelta con Sonny Sharrock, además de Terry Callier, Jah Wobble, Chicago Underground, Mahmoud Ghania o el trio de Kahil El’Zabar.

La trayectoria de Pharoah alcanza casi sesenta años y decenas de grabaciones, y se hace primordial para entender la fuga existente entre lo físico y lo emocional. Es curioso ver cómo los grandes nombres del free-jazz aparecían ante el público y la prensa como radicales recalcitrantes y sin embargo, con el paso del tiempo, su legado se siente conectado a una meditación estética y experiencial que sobrepasa, no solo el ámbito del jazz, sino lo puramente musical. Se trata de una energía autodidacta, desapegada, y descreyente del discurso, abierta al cambio constante e impulsora de organismos posteriores en ruta a lo desconocido (orientalismo, psicodelia, kraut-rock, fusión, incluso la new age…) de los que Pharoah siempre será pionero y visionario.