Es un emblema de una expresividad ecléctica que la llevó a explorar múltiples lenguajes artísticos. Es bailarina, actriz, modelo, cantante, escritora y gestora cultural. Katja es la hija menor de la actriz y cineasta alemana Marie Louise Alemann y eso le dejó una impronta ineludible. Fue una referente del underground porteño de los ’80, siendo socia fundadora de Cemento. Actuaba y cantaba en el Marabú y en el Café Einstein, y era parte de aquella movida. En los ’90 fue una de las tapas de Playboy más recordadas. En el cine actuó junto a figuras de la talla de Luisina Brando, Arturo Bonín, Federico Luppi, Ulises Dumont y Gerardo Romano, entre otros, y en la pantalla chica se hizo conocida a nivel masivo compartiendo escenas con Jorge Luz, Jorge Porcel, Grecia Colmenares, Carlos Calvo y Guillermo Francella.

Este año volvió a actuar. Estrenó en el BAFICI La sudestada y es parte DT, la misión, la serie de la TV Pública que se podrá ver todos los jueves de julio y agosto a las 22:30.

–¿Es necesario mantener estimulada la creatividad?

–Sí. Con los años el oficio te permite resolver y tener ese reflejo más entrenado. Hay procesos que ayudan a la creatividad.

–¿En tu caso, cuáles son?

–Me gusta encerrarme y tener mucho tiempo de ocio, de lectura y de relajación. Tener un tiempo vacío, para que vaya decantando lo que quiera hacer. Me tomo mis tiempos. Ahora estoy en algo.

–¿Algo de teatro?

–Sí, escribiendo una obra. Se llama Shambhala en referencia a un reino sagrado mítico, oculto en algún lugar más allá de las montañas nevadas de la cordillera del Himalaya, en el Tíbet, donde todo es armonía. Una especie de paraíso. Partiendo de ahí, hay un hilo conductor que quiero que invite a pensar al espectador.

-¿Pensar en qué?

-En porqué no podemos vivir ahí, en ese paraíso de paz y armonía. Estoy trabajando en mostrar los mitos que me representan, mostrando una columna vertebral de mi sentir filosófico contrapuesto con lo que represento en el inconsciente colectivo, de alguna manera. Es algo complejo.

–¿Cómo recordás tu labor en los ’80 y la idea de abrir un lugar como Cemento?

–Hoy es parte del acervo cultural de la ciudad de Buenos Aires. No tengo mucho para decir, la verdad. En tanto tiempo un poco que ya dije todo y los recuerdos se vuelven más volátiles.

–¿Pero algo sentís al recordarlo?

–Sí, hay algo que tengo claro. Siempre, en el momento del hecho nunca sabés la perspectiva histórica que va a tener después. Sólo te matás laburando, te matás inventando y viendo como hacés para ser mejor y que más gente venga a ver la propuesta que tenés ganas de mostrar. Nunca nadie hace algo sabiendo qué va significar para otros: simplemente es la batalla diaria de salir y hacer cosas.

–¿Cómo convivías con los que te adjudicaban el título de símbolo sexual?

–Creo que logré darle contenido a lo que otros querían cosificar. Siempre busqué resignificar lo erótico para salir de la dinámica deseo/culpa, o al menos para remarcar que no se castigue al objeto de deseo. Pero es algo que es parte del pasado.

–¿Cómo recordás tu infancia?

–Era una niña solitaria. La verdad que estaba mucho tiempo sola. Y llenaba ese tiempo con juegos y con imaginación. Mi padre trabajaba bastante como periodista y mi madre también estaba muy ocupada. Cuando estaba conmigo me armaba obras de teatro, bailes, fotos, fiestas, siempre armaba algo.

–¿Su arte te influyó?

–Claro. Era una pionera en cine y fotografía experimental, vivió los ’60 y toda esa época de experiencias performáticas que luego volcamos en Cemento. Mi vieja fue muy grosa. Y al compartir ese mundo con ella, algo quedó en mí. Fue un aprendizaje expresivo constante.

–¿Qué fue lo primero que te enseñó?

–A bailar. Me acuerdo de escuchar Zorba, el griego y de intentar armar una coreografía. Fue una figura estimulante y generaba nuevos mundos, más allá del que yo creaba en soledad. Era un mundo activo, que luego se fue replicando de otras maneras. Después ya empecé a tocar el piano.

–¿Te gusta viajar?

–Me encanta, pero a mi manera. Con mi hija nos fuimos a recorrer España y Portugal. Pero encontramos una manera de hacerlo distinta. Vivíamos en una van, viajamos e íbamos parando. Cantábamos en la calle y armábamos un show en cada lugar. La pasamos fenomenal. Y lo hacíamos porque queríamos, no porque habíamos planeado una gira.

–¿Qué cantaban?

–De todo. Canciones mías, sobre todo. Amo cantar. Era dejarse llevar. Más de una vez, de una canción sale una idea para otra cosa.

–¿Por ejemplo?

–La obra esta nueva que estoy haciendo. Me junté con un amigo para pensar un show musical, me puse a canturrear una melodía y sin querer empecé a decir «Shambhala, Shambhala, Shambhala», como una onomatopeya. Todo sin saber qué significaba. Después investigué y me puse a armar la obra.

–¿Cómo surge tu interés por el ambientalismo y la conexión con la naturaleza que profesás desde hace ya algunos años?

–Siempre amé la naturaleza, estar en contacto con esa fuerza. Lo mejor que me puede pasar es estar sola en el medio de la nada y contemplar esos sonidos y vistas. Soy testigo de la degradación ambiental que va sufriendo el planeta, hay una larga lista de problemáticas a solucionar. Entonces quise poner el cuerpo, involucrarme.

–¿Fundaste una asociación civil?

–Sí, en Tigre, donde vivo. Se llama ReciclARTE, con el que ponemos en marcha un programa de actividades para inducir a la reflexión a través del arte sobre problemas ambientales. Al empezar a informarte, tratás de entender por qué es tan difícil y hay que lograr tener una visión más amplia, más allá de lo económico. Nos quieren imponer fórmulas mágicas, pero hay otras vías posibles.   «