Fue el primer evento masivo tras los catastróficos resultados electorales del domingo. En ese sentido y estando Roger Waters de por medio, This is not a drill (Esto no es un simulacro, frase que parece dar acertada cuenta de la ominosamente surrealista realidad actual nacional), la versión local en River de los recitales con gusto a despedida que el legendario artista viene ofreciendo en tour mundial, no pueden calificarse menos que como un acontecimiento político argento. Y, como el que avisa no traiciona y nunca falta alguien del público  no avezado, antes del inicio, Waters proclamó en cuatro pantallas gigantes  las reglas básicas del show: “Si eres de los que dicen ‘Me encanta Pink Floyd, pero no soporto la política de Roger’ harías bien en irte a la mierda e ir al bar en este momento’.” Acto seguido, como es habitual en sus performances, la política, la resistencia frente a cualquier tipo de fascismo y a las injusticias del capitalismo y su desprecio visceral por los imperialismos fueron los tópicos prevalentes que nimbaron la estética de un concierto musical antológico que se extendió durante más de dos horas y media.

En ese lapso Waters trajo un poco de aire en épocas irrespirables, luz en tiempos oscuros, una idea de que todavía existe esperanza y, sobre todo, comunidad. Ese sentimiento colectivo encontró su paroxismo en dos momentos:  cuando hacia el final de la primera parte del recital una parte multitudinaria del público del campo del Monumental se unió al grito de “¡El que no salta votó a Milei!” y “¡Nunca más!” y en las cumbres del recital cuando las pantallas gigantes lanzaron el slogan “Resiste al fascismo”.

Con una estética muy Pink Floyd y particularmente The Wall, imágenes y alaridos con reminiscencias a cualquier guerra, Roger arrancó el concierto sentado en una silla de ruedas y entonando una versión lúgubre y dark de la exquisita “Comfortably Numb”. A ella le siguió “Another Brick in the Wall”, ese brillante alegato donde el genio británico denuncia a las escuelas como aparatos disciplinarios de encierro y pasteurización.  

Como antesala a “The Bar”, Waters se refirió a la existencia de un bar en donde la gente podía reunirse a discutir ideas políticas sin ser reprimida. Mientras se escuchaba su inconfundible voz cascada resultaba difícil no admirar la tierna terquedad de un ser humano que insistió toda su vida en una utopía inalcanzable, una lucha que parece perdida de antemano: el fin de toda guerra, la paz mundial, la no violencia.

Waters, un ícono de la historia del rock.
Foto: Kevin Winter / Getty / AFP

En efecto, la de Waters es una larga existencia -aunque cueste creerlo el joven artista de ajustada remera negra que canta, toca el piano, toma vino blanco y mezcal y se desplaza por el escenario es octogenario- plena de un mensaje artístico comprometido inquebrantablemente con los valores del pacifismo, el antibelicismo y contra toda forma de persecución y discriminación estatal. Teniendo en cuenta eso resultaría risible -si no fuera bochornosa- la desafortunada decisión de los hoteles Faena y Alvear de Buenos Aires de no alojarlo por “antisemita”. Evidentemente, quienes tomaron esa decisión discriminatoria, desconocen su trayectoria y nunca vieron The Wall (ese poético panfleto contra la segunda guerra mundial y contra el nazismo y donde uno de los traumas principales de su protagonista es que su padre murió combatiendo a los alemanes). En todo caso, sendas actitudes sumadas al intento de la DAIA de impedir los recitales o a la escolar “advertencia” de la fiscal porteña Marcela Monti al cantante de que se abstuviera pronunciar dichos antisemitas (para comprobar que se cumpliera su sentencia, la letrada se hizo presente en River: ¿habrá pagado?), reflejan el espíritu de una época enloquecida y constituyen el ejemplo en miniatura -o no tan en miniatura- de la peste fascistoide que aflora en el país.

«La razón por la cual no dejan que me quedé en los hoteles en Buenos Aires es porque creo en los Derechos Humanos. ¡Creo en eso y siempre lo hice! Mi madre me enseñó sobre los derechos humanos cuando era muy chico y nunca lo olvidé. Así que aquí el tema de fondo son los derechos humanos”, dijo Waters en el recital del 21 de noviembre mientras la multitud estallaba en ovaciones. “(… ) Si nosotros logramos convencer a los que tienen el poder que insistan en la igualdad de derechos para todos nuestros hermanos y hermanas, sin importar su etnia, religión ni nacionalidad, del río Jordán al Mediterráneo, entonces no habrá más matanzas».

Con sonido impecable y una luna que parecía aguarse, oscurecerse o iluminarse, de acuerdo a las canciones que interpretaba (Dark Side of the Moon), Waters no se privó de desgranar sus mejores canciones como solista, algunas clásicas de su época de Pink Floyd, un sentido homenaje a Syd Barrett («Cuando pierdas a alguien que amas, eso sirve para recordarte que esto no es un simulacro”) y tuvo momentos apoteósicos como “Sheep”, la canción sobre los riesgos de un mundo policíaco vigilado que alertaron Orwell y Huxley… O, la emblemática “Money” y su crítica al fetichismo de elevar al dinero a deidad. Particularmente cara al sentimiento local fue “Two suns in the Sunset”, la sentida canción sobre Malvinas que incluyó referencias de Waters a las cruces blancas de los soldados argentinos sepultados en los páramos de Darwin (el músico participó de las gestiones para que los cuerpos de los combatientes argentinos pudieran ser identificados).  Cada canción estuvo acompañada de una extraordinaria escenografía: un chancho gigante que sobrevolaba el estadio representado el capitalismo salvaje; fuegos artificiales como bombas o emulando sonidos; imágenes de ciudades atacadas; documentales de persecuciones policiales y militares; denuncias a un sistema que persigue y hostiga a judíos, negros, gays, lesbianas, trans, periodistas y políticos comprometidos con los derechos humanos.

Y, por supuesto, la contrapartida: aquellos a quienes Waters clasifica como criminales de guerra. En esta lista aparecen Reagan, Bush (padre e hijo), Obama, Bidden… Y, Margareth Thatcher y el neoliberalismo. Una lección de las tantas que dejó: la historia repitiéndose primero como tragedia y luego como comedia (indefectiblemente trágica).