En menos de un año -aunque no del mismo período calendario-, el mundo conoció Trainspotting, de Danny Boyle (23 de septiembre de 1996) y el disco Ok Computer, de Radiohead (1 de junio de 1997). Para la parte más cool y creadora de sentido (ya no existía el concepto de vanguardia) de una generación, ambos hechos culturales marcaban el triunfo de la nueva idea del mundo que había traído la caída del Muro de Berlín: el mundo no solo ya no era lo que había sido, sino que no volvería a serlo nunca más.

La historia de cuatro veinteañeros en la perdida Edimburgo escosesa (Mark Renton/ Ewan McGregor, Sick Boy/ Jonny Lee Miller, Spud/ Ewen Bremner y Begbie/ Robert Carlyle, el único ya pisando los treinta) conmovió en el sentido opuesto al fabuloso disco de Radiohead: mientras la banda lo hacía a partir del dolor de ya no ser, con toda la carga de tristeza y melancolía porque el mundo en el que se fue criado había quedado enterrado para siempre, la película lo hizo, precisamente, por el ciclo que se creía abriría ese nuevo ciclo: una especie de vale todo en el que ya no habría que pensar un futuro que diera respuesta de un pasado, que presentara una congruencia, una línea de conducta; la identidad como el sentido de vida pasaban a ser una cuestión de elección. Finalmente libres, clamaba Trainspotting. De ahí su inicial alegato sobre las elecciones en la vida; incluso la no elección de elecciones, porque existía la heroína (ya ni siquiera hacía falta la “careta” cocaína para aparentar lo que no se era).

T2 (como se ha dado muy bien en llamar en un aggiornamiento a los vientos que corren en el nuevo siglo) viene a decir que la vida no se elige, sino que toca, como la suerte, que por loca no elige a quién le toca. Pero si no hay posibilidad de elegirla, tampoco la hay de deshacerse de ella si no cae en gracia. Se vive y ya, la mayoría de las veces como se puede.

Así, ante la imposibilidad de éxito en esa vida en Amsterdam que creyó elegir, Mark Renton vuelve a Edimburgo. Allí Sick se gana la vida extorsionando gente con los servicios de una inmigrante que oficia de prostituta (Anjela Nedyalkova), Begbie sigue en la cárcel pero más violento debido a la impericia de sus abogados, y Spud, la esperanza de que algo de aquel viejo mundo que parecía olvidado para siempre aún quede en pie, sigue tratando de salir de quince años de adicción a la heroína; no lo consigue, pero como hombre de la vieja escuela (de la era industrial), lo sigue intentando; más ahora que su hijo creció, y empieza a ver qué poco tiene para transmitirle.

Danny Boyle, principal artífice del impacto cultural que produjo Trainspotting, no pierde oportunidad de recordar las destrezas en las que innovó en la cinematografía de aquel tiempo: cambios de velocidad en la filmación -desde congelar una imagen hasta la duplicación de su velocidad en la reproducción-, utilización de filtros y trucos de montaje para representar los picos de alucinación a los que llevan los estados de drogadicción, combinación de la música con la imagen para crear un sentido distinto a las artes que combina, y una serie de atrevimientos más, como, entre otros, la fragmentación de la pantalla. Todas innovaciones en favor de la una narración que podía parecer dislocada pero según esa nueva forma de contar cobraba sentido. Recursos todos ellos que juntos o por separado y combinados de distintas maneras fueron utilizados por el audiovisual en general para dar cuenta de historias y situaciones novedosas, historias que no podían ser contadas según las anteriores convenciones narrativas. Como suele suceder con los hitos, Trainspotting se convirtió en referencia obligada de todo el cine, antes que en película de masividad demoledora.

Veinte años después Boyle también es conciente de que así como las trayectorias de los protagonistas se bifurcaron, la suya propia con los contemporáneos que convirtieron su película en referente generacional, también. Entonces hace que un protagonista acuse a otro de vivir siendo“turista de su juventud”, o en el alegato de la elección de vida introduce la mayoría de los nuevos símbolos de los jóvenes de hoy como Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat y siguen las firmas. Pero también les hace decir: “El mundo cambia, nosotros no”. Y el rencor se incrusta mientras nos aferramos a la belleza con la que nos vimos una vez y de la que cuanto más nos alejamos más nos gusta; la ira con los que cambiaron más acorde con el mundo se acrecienta; el enojo por aquellos que nos superan sólo porque llegaron a la vida después, crece; la frustración por aquello que de chiquitos nadie dudaba que conseguiríamos pero quedó tan lejos como jamás supimos imaginar, se hace perenne.

En esa profunda -y emotiva- tristeza por el implacable paso del tiempo, Boyle encuentra esperanza. Se llama Spud, quien al explicar el desenlace, recuerda: “La mayoría de la gente se llama Spud”. Incluidos ellos.

T2 Trainspotting (Reino Unido, 2017). Dirección: Danny Boyle. Guión: John Hodge, basado en la novela de Irvine Welsh. Con: Ewan McGregor, Jonny Lee Miller, Ewen Bremner, Robert Carlyle, Anjela Nedyalkova, Shirley Henderson y Kelly Macdonald. 117 minutos. Apta para mayores de 16 años.