El 2 de julio de 2010 pisé por primera vez la redacción de Tiempo. Me había convocado Luciano, un excompañero de la carrera de Letras para formar parte del equipo de Corrección. Ese día me mostró la tarea, me presentó a los jefes, y al ruedo. Pasado un rato, un hombre alto y barbado se acercó a mi escritorio y me dijo: «Mario, mucho gusto. ¿Vos sos…?». Le dije mi nombre, me dio la bienvenida y se fue.

Me llamó la atención que estuviera tranquilo en comparación con el frenesí que circulaba entre quienes no paraban de tipear, pedir fotos o subir el volumen de la televisión para tomar declaraciones en vivo. Esa jornada comprendí que su trabajo fuerte empezaba más tarde, como el nuestro, a partir de las 22: Mario era “jefe de cierre”, o eso me pareció escuchar atravesada por los nervios de novata.

Yo no venía de la gráfica y no supe qué hacía la persona que desempeñaba esa función. La entendí después de la primera semana, cuando empecé a formar parte del pequeño grupo de trabajadores y trabajadoras que se quedaba esperando la tapa, a partir de las 23:30, los días cortos o los de jornada extendida, convertidos en calabazas después de la medianoche. En esas horas, su escritorio se llenaba de humo, un poco lo aportaba el cigarrillo que aún lo acompañaba y otro tanto la infaltable taza de café negro. A través de esa niebla, su monitor se imponía como un colorinche que pasaba del software de control de páginas para la imprenta, al estridente Candy Crush que era su entretenimiento durante la espera.

Enseguida conectamos. A él y a mí nos unía el origen conurbanero que, como un bondi, unió al oeste con el sur, su Caseros con mi Banfield. Transcurrimos así 5 años en los nos pasó de todo: él se casó, y celebramos; mi mamá enfermó de ELA, y lloramos.

El final de 2015, nos encontró abandonados junto a nuestros compas. La fuerza de la incertidumbre empujó la lucha de la que Mario siempre fue parte. Hizo la bandera más bonita que tuvimos para las marchas. Por esos tiempos, una de mis tareas era el armado de los bolsones de comida para los y las compas con las donaciones de alimentos que nos llegaban. Cada entrega debía ser equitativa: dos cebollas, una botella de aceite, una polenta.

-Mario, ¿me ayudás a correr los paquetes, que yo no puedo? No me da la fuerza.

Y juntos entrábamos al depósito del edificio de Amenábar que compartíamos con Radio América para que sus brazos, que entrenaba con regularidad, movieran lo necesario para que yo pudiera completar mi faena.
Su voto fue uno más de los contabilizados en la asamblea que decidió que formáramos la cooperativa. Rápidamente nos reconvertimos, yo pasé de las letras a los números, como tesorera, y Mario pasó a ser “nuestro hombre de la noche”, nuestros ojos y voz en la imprenta. Doce horas después de tomar estos nuevos roles, estábamos parados en la esquina de las avenidas Entre Ríos y Belgrano para ir, junto a otros compas, a una reunión en la Sociedad de Distribuidores de Diarios y Revistas. Debíamos tener la certeza de que el primer ejemplar de la etapa cooperativa se podía distribuir el domingo en los kioscos: lo logramos. De ahí en más, aprendimos juntos los nombres de los recorridos, los horarios y días de pago, y cómo hacer los ajustes en la cantidad de ejemplares según lo que hubiéramos vendido el domingo anterior.

En los cierres de los sábados, Mario era el encargado de atender el teléfono para que la imprenta esperase un poquito porque había que modificar algo en una nota o en la tapa. También era quien llamaba para apurar porque faltaba poco para que llegaran los camiones de distribución. Mario fue una pieza clave para que nos hayan podido leer todos los domingos. Junto a su compañero de noches, Alfredo, lograban superar cualquier escollo que surgiera durante el proceso de impresión, emulando a los duetos de héroes de historietas.

Podría seguir contando cosas de él, de sus gustos por jugar al ajedrez y por tocar la guitarra, de su fanatismo por Chacarita o de su habilidad para el fileteado, por ejemplo. Pero lo más importante es que cada una de esas cosas la hacía con una infinita nobleza. Hoy me toca ocupar este espacio para narrar su partida y aún no lo creo, como tampoco lo logra cada integrante de Tiempo.

En nombre de este colectivo, queremos abrazar a su familia, a su hermana Florencia y a su hermano Domingo, a su compañera Liliana y a sus sobrinos. Y también a Rubén, quien era formalmente su cuñado pero que en verdad fue siempre su amigo. No hay fómulas ni recetas para transitar estos momentos, menos para escribirlos, por tanto no pretendo más que haber podido hacer una pequeña semblanza de lo que fuiste para ponerle palabras a todo lo que te vamos a extrañar.

Tu corazón va a seguir con nosotros, como escribió E. Cummins en este poema que los identifica y unió con Lili.

Hasta siempre compañero.

LLEVO TU CORAZÓN CONMIGO

Llevo tu corazón conmigo / (lo llevo en mi corazón) / nunca estoy sin él. (A donde quiera que voy vas tú mi amor; Y donde aquello que hago yo sola / es gracias a tí, mi cielo). No le temo al destino (ya que tú eres mi destino, cariño). No quiero ningún mundo (porque tú eres mi mundo, mi bien). Este es el secreto más profundo que nadie conoce… (Esta es la raíz de la raíz y el brote del brote / y el cielo del cielo de un árbol llamado vida; que crece más alto de lo que el alma pueda esperar… o la mente ocultar) Es la maravilla que mantiene las estrellas separadas. Llevo tu corazón /(lo llevo en mi corazón).