La lista de mini agravios a las costumbres domésticas y a la racionalidad ya es muy extensa. Empezando por las empresas de servicios esenciales cuyas áreas ampulosamente denominadas de «atención al cliente», carecen del mínimo concepto del servicio. Cuando se los necesita para lo que sea hay que encomendarse a varios santos a la vez para que aparezca un humano. Durante largo rato se confabulan la reiteración de una música espantosa y la voz de un locutor recitando unas promociones difíciles de digerir y, en conjunto, exigen al máximo nuestra ya débil paciencia. Si tal cosa marque uno, si tal otra marque cinco, o marque, marque, marque hasta que se le gaste el dedo o se le atrofie el oído. Una vez me pusieron frente al brete de tener que memorizar nueve opciones y, por supuesto, corté. La verdad es que, en esos números, nueve de cada diez intentos, no te responde ni el loro. Bah, un loro bien coucheado, como uno que vi en una película que sabía cantar completa la «Marcha peronista», no se haría desear tanto.

Ni hablar de los bancos, que cada vez tienen menos personal y que perdieron en el camino su rol histórico y que le daba sentido: bancar. Un banco de primera línea me pregunta por mail: «¿Cómo fue su experiencia en la utilización del cajero automático de la calle tal y tal?». No me animé a responder porque pensé que, a lo mejor, no había completado el curso para retirar dinero de una máquina. Pero eso sí. No son igualmente curiosos para preguntarme si me molesta que los costos de mantenimiento de cuenta sean tan elevados. El escritor Guillermo Martínez me acompaña en este enojoso sentimiento. Con tono de agotamiento escribió hace poco: «Siento como una tremenda derrota de la inteligencia humana que hacer una simple transferencia bancaria requiera ahora ir a un cajero, generar una clave, hacer un token en el teléfono, tener un segundo factor de autentificación, recordar dos contraseñas… Pobre Turing, si reviviera». Se refería a Alan Turing, un matemático, pionero de la computación y la informática. Falleció hace 49 años cuando todo era más cándido, cercano y en blanco y negro. No quiero decir con esto que lo de antes era mejor. Sólo pienso que, al menos para mí, era un poco más fácil y entendible.

La pandemia nos obligó a comportamientos poco convencionales. En ese vademecum de acontecimientos no buscados figuran las consultas y recetas a distancia y la exigencia de solicitar un turno ante la mínima necesidad o ante requerimientos urgentes como la aplicación de la vacuna anti covid. Los profesionales de la salud resignaron por un tiempo el juramento hipocrático y se diplomaron en virtualidad. Igual, así, hicieron más de lo que podían y les estaremos eternamente agradecidos. En pleno brote el área de salud de la ciudad instaló un portentoso muñeco llamado Boti a quien había que toserle por teléfono para determinar si podía haber algo sospechoso. Algo así como «Porteña, porteño, dime como toses, y te diré quién eres». Los clínicos de otros tiempos afinaban el oído y le pedían al paciente que dijera 33. Me pregunto si habrá quedado un archivo de toses como para que un músico vanguardista arme un concierto de carraspeos pandémicos.

Observo con decepción que el menú, la carta de presentación de cualquier restaurante, ahora se ofrece encriptado. Teléfono celular mediante solo habilita la lista de los platos disponibles si accionamos un código cuyas siglas son QR (¡Qué raro!). El dispositivo borra de un saque y de cualquier mapa sentimental el rito de sentarse y tomarse un tiempo para cotejar y elegir manjares, precios y clases de vinos. Una tecnología similar sepultó en cines y en teatros ese objeto entrañable que es el programa de mano. No solo eficaz fuente informativa, sino la prueba de lo que uno había visto. Podíamos distraernos con ellos hasta que la función empezaba. Tenían valor documental y afectivo, y no pocos espectadores los coleccionaban.

En esta carrera de simulacros de innovación, la que más me cuesta acompañar y entender es el furor de las aplicaciones. Numerosas instancias de la vida de hoy nos conducen a sentir que sin ellas no somos prácticamente nada. Hay que contar con su presencia en compras y ventas (desde costosos electrodomésticos a la panadería de la otra cuadra a la que lo único que le pido es que los sándwiches de miga sigan siendo frescos), en búsquedas e informaciones, en diagnósticos médicos y trámites para requisitos privados y oficiales. Desde lo más simple, como saber a qué hora abre un museo o a qué hora empieza la película que tenemos ganas de ver hasta la validación de gestiones trascendentes como cobrar una jubilación, obtener un crédito o una ayuda social.  Relato esta escena muy cotidiana. Uno está escuchando radio, mirando tele o esperando el inicio de una película, en una plataforma o en una sala y en vez de invitarnos a que nos entretengamos mucho nos mandan a hacer deberes: «Dejen de escuchar y mirar por este medio y corran a bajarse una aplicación de tales características y para cuáles fines». Entonces, me permito preguntar: ¿Y si no me da la gana?; ¿Y si el buen salvaje analógico que soy y seré no sabe cómo hacerlo?; ¿Y si todavía no entendí que diablos es una aplicación y por qué las necesitamos tanto? A este conjunto de desmedidas dependencias es a lo que denomino «la modernización falopa«, algo que no elegimos y que ya se llevó puesta buena parte de lo que nos era familiar, más fácil y servía igual.

Tuve un jefe de redacción muy irónico que repetía un dicho: «Hay otra vida, pero es mucho más cara». La nuestra sigue cada vez más cara, pero, si cabe, día a día más ajena y riesgosa. La explicación es sencilla: el uso de cualquier aplicación anticipa un puesto de trabajo menos, la angustia de un futuro desocupado. Es probable (bah, casi seguro) que el que atrasa un siglo y mil aplicaciones (a las que nunca entré ni entraré) sea yo. Frente a esta posibilidad lo que queda es disculparme con quienes creyeron que esta columna aportaría explicaciones atinadas. Y si hay alguno que, de corazón, comparte estos soliloquios medio desesperanzados un día podemos encontrarnos en el café de la perplejidad. Invito yo, pagaré en efectivo, aunque, seguro, allí donde vayamos se podrá pagar a través de una app, como algunos entusiastas le dicen con cariño.