La imagen retrata una pintoresca estampa, muy común por estas épocas del año en estas tierras cordilleranas del norte neuquino. Lo nevado que surge a lo lejos es el Domuyo, la montaña más alta de la Patagonia. Hay quienes dicen que es un volcán, hay quienes dicen que no. Y en primer plano, los troperos. Chiveros trashumantes. Ya llevan nueve horas de arreo arriba del caballo. En la estepa por la que están atravesando su piño (rebaño), el termómetro marca 39° a la sombra, igual que hace un mes y medio, cuando ni siquiera era verano. A bordo de una vieja camioneta Ford llevan comida, mantas, camastros y el agua que se les entibió en el andar. Aun así, siguen, con la paciencia de la historia, manteniendo la práctica ancestral de la trashumancia. 

Se trata de un pastoreo. Más que un modo de producción lo definen como una forma de vida que es parte del patrimonio inmaterial de Neuquén, una de las tres zonas del mundo donde se lleva a cabo, junto al sur de España y el norte de África. Son familias enteras que van del pueblo hasta lo alto de la montaña en busca de los mejores pastos para sus animales.

El sistema sigue los ciclos naturales del clima. Esta es una época clave: la veranada. Los grupos de «crianceros» van allá arriba por vegetación tierna en las faldas de la cordillera. Dos mujeres arrean su piño, tan sencillas como coquetas. Detrás, don Cáceres se muestra desmemoriado con su edad y el cumpleaños: «Nunca lo celebro… No me acuerdo cuántos tengo…». Se ríe. A juzgar por el aspecto tiene cerca de los 80. Hoy luce un jersey, sin mangas, a tono con el pelo de su burro. Son indivisibles. Están cansados. Como todos los que practican la trashumancia, que implica largos kilómetros de recorrida paciente por la montaña. Pero hacen una salvedad: no es por sacrificio. Eso lo asocian a quien trabaja de algo que no le gusta, corriendo un colectivo, con un jefe que no tolera. Este cansancio «es por el esfuerzo» de esta cultura que implica rutinas y un tránsito continuo. Están acostumbrados y lo viven como algo íntimo.

Ya pasó la «invernada». Nacieron los críos. Ahora están en el arreo. A los chivitos, con menos de un mes de vida, les cuesta mucho caminar por el suelo caliente de tanto sol, se les desprenden las pezuñas y a más de uno hay que llevarlo en alza. Aún quedan cuatro kilómetros para llegar al paraje Aguas Calientes.

Se caracteriza por sus aguas sulfurosas e hirvientes que provienen de las entrañas de la tierra y de aquel volcán que está ahí atrás. Se detienen a descansar, comer y dormir a la intemperie. «Al sereno», lo llaman. No son mochileros. Hay agua dulce, buenos pastos y sombra. Mañana saldrán muy temprano, al alba.

El paisaje y los trabajadores nómades.
La patria a caballo.

Donde toque y como toque

Esta es su vida, duermen donde les toca, y donde les toca hacen lo que les toca hacer. A esta altura no son culturas que podamos imitar, por pintorescas que aparenten. Son reflejo de una relativamente joven historia pastoril de la que, sin embargo, nos hemos alejado. Como los masái africanos, aquí parecen ir en camino a la extinción. Apenas quedan unos 1600 trashumantes de los casi cuatro mil que supo haber décadas atrás.

Don Lazcano recuerda que, de niños, su padre cruzaba en burro a Chile por el río Buraleo, a comprar porotos y azúcar en terrones, mientras su madre los hacía pescar truchas para hacer charque. Con el azúcar, los porotos y el pescado se alimentaban de regreso a la invernada durante los 30 días que duraba su trashumancia, que también compartían con sus abuelos. En total llevaban 4500 animales, contando chivos, ovejas, caballos, burros y vacas. «Nací y viví arriba de un caballo. Estábamos un mes de ida y otro de vuelta durmiendo donde toque y comiendo lo mismo. No me arrepiento… Pero no quiero que mis hijos hagan los mismo que hicimos con mi hermano, mis padres, mis abuelos y bisabuelos; quiero que estudien y se vayan, o hagan otra cosa», confiesa. No es el único que lo dice.       

La veranada, en las altas montañas, es el lugar donde alimentan a sus animales después que se derrite la nieve del invierno, que cada vez cae menos en estos lugares. Allí están desde diciembre hasta abril o mayo cuando regresan a la estepa patagónica a pasar el invierno y esperar los partos de sus animales (septiembre/octubre) para retornar a una nueva veranada. Algunos tardan hasta un mes, dependiendo de las distancias y la cantidad de ejemplares que arreen. Unos llevan más de 1500 y otros apenas cientos. En ninguno de los lugares cuentan con energía eléctrica, gas, ni agua. Se bañan en los arroyos con el mismo modo y frecuencia con que lo hacía San Martín. 

El cada vez mayor esfuerzo se suma al deterioro ambiental, la falta de lluvias y nevadas que repercute en la calidad y cantidad de pastos, un combo que genera menos gente dispuesta a atravesarlo. Una vida tranquila tienta a cualquiera. Las nuevas generaciones descendientes de los paisanos migran a las ciudades. Y los paisajes trashumantes empiezan a entrecruzarse con el turismo y los deportes pedestres como una nueva ventana económica para la provincia. Mientras tanto, día a día, se presencia la lucha para que la región no empiece de a poco a ser como el pueblo blanco de Serrat «donde no crece una flor, ni trashuma un pastor». «

Apenas quedan unos 1600 trashumantes.
En ninguno de los lugares cuentan con energía eléctrica, gas, ni agua.
Una región históricamente dinamizada por la cría de ganado y el trueque

Durante muchísimos años, toda la zona cordillerana del norte neuquino estuvo dinamizada por una intensa actividad económica: la cría de ganado, sobre todo caprino, la agricultura, el trueque que se establecía con el vecino país chileno en el intercambio de animales, carnes, cueros, hilados, semillas, cereales, madera, artesanías, tejidos, y un largo etcétera.


También con el que fue el incipiente valle de Río Negro y Neuquén al que se tardaba más de 25 días en llegar. Es inevitable nombrar a don Galavanesky, venido de Rusia, como uno de los pioneros en el trueque, cuyo almacén de ramos generales aún está funcionando en Tricao Malal; la minería artesanal o «pirquiñeros» como les dicen, ya casi desaparecida, como la de don Corradino en Huinganco, los molinos de cereales en el cerro Colomichi-Co, muy cerca del rancho de adobe de la querida doña Marcelina. Todo esto logró fusionar una comunidad multirregional, con parentescos comunes, también rituales y creencias religiosas compartidas, que le terminó dando a toda esta región una original cultura común y una libertad e independencia que el resto del país aún no tenía. De hecho, el último bastión realista estaba instalado en Las Lagunas de Epulauquen a cargo de los hermanos Pincheira, y fueron reducidas recién en 1832, es decir, 16 años después de nuestra independencia. Y todo en torno a la trashumancia que, desde hace unas décadas, ha iniciado un período de declive. Ya las familias han dejado de hacerlo como antes y cada vez son menos los chiveros que transitan estos callejones para ir o volver de sus veranadas.

La veranada, en las altas montañas, es el lugar donde alimentan a sus animales.
El trabajo en la montaña.
Criollos y mapuches

La historia de la trashumancia en el centro y norte de Neuquén y sur mendocino nace con la primera fundación de Mendoza, a finales del 1500, por parte del ejército realista que entrega tierras a colonos inmigrantes que provienen del Valle del Echo, en la actual frontera española con los Pirineos franceses. Al llegar comparten sus costumbres y las aggiornan al nuevo espacio. Introducen chivos, ovejas, vacas, burros y caballos y desplazan al guanaco que domesticaban los pehuenches. De esta manera, una actividad comercial deriva en una cultura profundamente consolidada en la región y que solo se da en tres lugares del mundo: Pakistán, El Valle del Echo y la cordillera argentina. En el norte neuquino y sur de Mendoza sus protagonistas son más criollos, muchos de ellos europeos cruzados con pehuenches o criollos. La del centro neuquino (Zapala, Aluminé, Pehuenia, Moquehue), más tardía que la criolla, es mayoritariamente mapuche.