Migrar. Movernos. Dejar el lugar donde nacimos. Irnos a otro país. Por violencia política o económica. O por mera decisión personal. Para sanar el espíritu. Para renacer. Nunca es fácil. Y migrar no es delito.

Este año, los extranjeros residentes tenemos un protagonismo especial en la vida política de Argentina. El padrón del voto migrante se ha multiplicado. Solo en CABA somos más de 400 mil. En la provincia de Buenos Aires, más de 800 mil.

Por eso, esta semana me puse a pensar qué tanto valoramos a este hermoso país que nos acogió. Lo pregunté en redes sociales. La reacción fue un inesperado alud de amor. Inmigrantes de Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, España, Estados Unidos, Francia, Italia, Ucrania, Guatemala, México, Paraguay, Perú, República Dominicana, Rusia, Senegal, Venezuela y Uruguay agradecieron.

La salud y la educación pública y gratuita. La posibilidad de trabajar y de construir un hogar. Haber tenido acá a sus hijos e hijas. Los amores fugaces o de largo aliento. La generosidad y solidaridad. El culto a la amistad. La intensidad política. Las libertades. Su compromiso con la memoria. Las luchas colectivas. Las militancias. El feminismo. Los juicios de lesa humanidad. Los ideales y su mística. La pasión que le ponen a todo. A todo, en serio. Las marchas callejeras y el sonido del bombo. El fútbol, el mate y el asado. El tango y la cumbia. El cariño y la calidez. Los saludos con besos y abrazos. Su capacidad para reinventarse y reírse de sí mismos. Su talento y capacidad creativa. Su rebeldía, resiliencia y valentía. La esperanza, la inspiración y la ironía.

El sentido de pertenencia que ofrecen a los de afuera. Las facilidades que nos dan para radicarnos. La inabarcable oferta cultural. El arte, la arquitectura, las librerías y los teatros. La literatura. La terapia. Los paisajes.

La vida de barrio, en donde te saluda lo mismo el ferretero, que el del chino, que la de la lavandería o la de la verdulería. El acento argentino, que enamora. La certeza de que aquí siempre pasa algo. La vitalidad. La merienda, las tardes de mate en la plaza y las largas sobremesas.

Los asados, la pizza, la milanesa, las empanadas, el locro, el ojo de bife, la entraña y el matambrito de cerdo. Los choris en la Plaza de Mayo. Los helados, los bizcochitos, los alfajores y las medialunas de grasa y de manteca. La chocotorta y el flan con crema y dulce de leche. El vino, el fernet y la cerveza de litro. La posibilidad de beber en las calles.

La exageración. El todo o nada. La fobia a la solemnidad. ¡Los telos! Su frontalidad y hospitalidad. Las juntadas interminables. La joda. La vida nocturna. La historia del país. La diversidad de argentinidades que recorre el territorio. El invierno y el otoño. Su histrionismo constante. El derecho al aborto y al matrimonio igualitario. Evita y Maradona.

«Argentina me despertó el alma, siempre tendrá mi corazón». «Me dio la posibilidad de amar a quien yo quiera, y no escondernos». «Le agradezco porque aquí pude cumplir mis sueños». «La certeza de que, si te pasa algo, te ayudan». «Me dio el espíritu de lucha, de no resignarme jamás». «La promesa de que mañana todo será mejor, aunque hoy sea difícil». «Argentina me parió por segunda vez». «Le debo todo. Encontré la libertad que necesitaba para crecer». «Amor infinito a esta tierra, a su gente». «Argentina es fraternidad, aceptación y libertad». «Vivir acá fue la mejor decisión que tomé en mi vida». «Este país me dio un abrazo tan grande que aún no me suelta». «En los peores y en los mejores momentos me sentí siempre en tierra propia».

Hay, también, un inventario propio en permanente construcción, como un primer beso en una banquita de Puerto Madero (la valentía no estuvo en quitarse el barbijo). La vista nocturna de La Boca desde un ventanal. Un picnic con sánguches de milanesa en el Parque Lezama. Una tarde descubriendo la música y la poesía de Arnaldo Antunes. La primera edición de un libro de Cortázar. El sofá rojo que anidó abrazos interminables. Largas charlas, miradas y risas cómplices. Las cenas cocinadas y compartidas envueltas en el halo de una añorada ternura.

Y siempre: Juana, mi ahijada bella y brillante, la guardiana de mi corazón, el símbolo máximo del amor que me esperaba en Argentina. ¿Cómo no estar agradecida?

Seguimos.  «