Carlos Martínez es periodista de la sección Sala Negra en El Faro, el medio de El Salvador que mejor investigó el universo de las Maras y que amontonó premios a la excelencia periodística. Hasta hace unas semanas, nunca había atendido a tantos colegas argentinos. La culpa de esa insistencia es compartida. Ya esposado, sin ninguna razón que lo obligara a hacerlo, el peruano Richard Castillo Salazar, alías Mocosón, le dijo a un detective de la Delegación de Investigaciones del Tráfico de Drogas Ilícitas y Crimen Organizado de La Matanza que era jefe de la pandilla Salvatrucha, una de las más extendidas (y sanguinarias) de Centroamérica.

Durante su declaración indagatoria ante el titular de la Unidad Fiscal Temática de Estupefacientes de La Matanza, Marcos Borghi, Castillo Salazar nada dijo de la Mara Salvatrucha y solo se dedicó a repetir que vino a la Argentina de vacaciones.

Para los investigadores, Mocosón –38 años, piel cubierta con tatuajes y cicatrices–era sicario de un cartel peruano nombrado Oropeza en homenaje a su líder Gerald Oropeza, preso en aquel país después de sobrevivir a un atentado. Sin embargo, por lo bajo admiten que la imprevista confesión de su participación en la Mara los desconcertó, por lo menos hasta que articularon una conveniente hipótesis.

“La idea –enseña Martínez– de que Mocosón sea “el jefe” de la Mara Salvatrucha es absurda: no existe un solo jefe o capo internacional de esta estructura. Las decisiones son tomadas por organismos colectivos con autoridad en cada país en el que opera la pandilla. A menos que una hipotética célula peruana de la Mara Salvatrucha haya inventado un nuevo modelo de jerarquía interna en la que Mocosón fuera el capo, esta afirmación es, insisto, absurda”.

Y por si queda alguna duda el especialista agrega: “Hasta hoy no existe ninguna evidencia, y eso que llevo seis años buscándola, de nexos con algún cartel de la droga. Se nos había ocurrido que podían existir con los mexicanos, pero no encontramos nada. Algunos expertos ridículos hasta se animaron a vincular a las pandillas con el ISIS o Al Qaeda. Ahora, según los funcionarios argentinos, tienen vinculación con carteles peruanos. Algo que a nosotros no se nos había ocurrido por improbable. Las Maras, no migran para colonizar, no viven de vender drogas, viven de extorsionar”.

Migrantes. “Es improbable que las Maras hayan llegado a la Argentina. A lo sumo algún miembro de alguna de estas pandillas llegó alguna vez y todavía sigue allá, pero eso no significa que el fenómeno tenga posibilidades de prosperar o que exista un plan para ´colonizar´ la Argentina”, aclara Martínez.

Y explica: “No existe al día de hoy ninguna célula de la pandilla en un país que no tenga una enorme presencia de migración centroamericana. Es probable que algún migrante peruano en los Estados Unidos ingresara a la Mara Salvatrucha y que, a su retorno a Perú, intentara crear su propia célula de la pandilla. Si es así, cosa que no creo, lo más probable es que esa estructura estuviera completamente desvinculada de sus pares centroamericanos. Tampoco existe ningún indicio sólido –hasta la fecha– de que haya alguna relación con ninguna organización de tráfico de drogas. Quiero ser claro: las pandillas no son carteles de drogas”.

Pertenencia. En Centroamérica, y en El Salvador más que en ningún otro lugar, el término “mara” se usa como una expresión coloquial que define a un grupo de personas o de amigos. A principio de los ‘80, los migrantes salvadoreños fundaron su propia pandilla en Los Ángeles y la nombraron Mara Salvatrucha. Al igual que su rival, “El Barrio 18”, en los años que siguieron la Salvatrucha se expandió por Guatemala, Honduras y El Salvador con una formula sencilla: el reclutamiento de pobres y marginados, que encontraron en la Mara el único sentido de pertenencia posible para los que no creen en nada.

Aún hoy, ambas pandillas se disputan el control del territorio y su poder de fuego se ha convertido para los países del Triángulo Norte de América Central en uno de los principales problemas de seguridad pública. Así va a seguir por mucho tiempo: la mayoría de los aspirantes a marero tienen entre 12 y 16 años.