Después de cuatro otoños de sequía, esta semana empezó a escasear el agua embotellada en Uruguay y no más allá del 4 de junio de las canillas ya no saldrá ni siquiera el agua cuasi salada, con altos porcentajes de cloruro y sodio y de dudosa potabilidad, que les llega hoy a los hogares orientales para su consumo diario. En ese tiempo pasado, justo desde que Luis Lacalle Pou asumió la presidencia, el gobierno tuvo advertencias pero no hizo nada para enfrentar el drama humano en ciernes. Apenas, como católicos que son en un país agnóstico y ateo, rezar para que llueva. En cambio, Lacalle y su Partido Blanco, sus ministros y sus senadores, muchos productores rurales de los grandes, lloraron por el ganado que moría y la soja y el trigo amenazados. Para los dueños de los campos hubo exenciones y paliativos.

Si bien los expertos predijeron el panorama actual en abril de 2020, en pandemia, apenas asumido Lacalle y cuando la sequía ya era una realidad, desde la primavera del año pasado las reservas empezaron a mermar a diario en las represas que guardan el agua con la que se abastece al área metropolitana.

 Vale aclararlo: es erróneo decir que la crisis afecta a los uruguayos, así, genéricamente. La situación castiga a los departamentos de Montevideo, Canelones y Lavalleja y es allí donde el colapso será total si dentro de los 14 días, a contar de hoy, no comienza un período continuado de lluvias generosas. Vale aclarar, otra vez: en esos tres departamentos se  concentran el 70% de la población oriental y los minifundios de los dos primeros producen el grueso de las frutas y verduras que se consumen en todo el país.

Imprevisión

El gobierno se maneja a los tumbos, parecería que no es consciente de que en esta crisis perderán los sojeros y los ganaderos para los que dicta paliativos, pero sobre todo serán los seres humanos las víctimas primeras: los lactantes para los que se aconsejan cuidados especiales, las embarazadas, los hipertensos, los enfermos renales o quienes padecen insuficiencia cardíaca. En el gobierno no hay ni un solo experto. La ministra de Salud Pública, nada menos; los directores de OSE, el ente estatal que debería gestionar el recurso y entregarlo en buen estado a la población; el ministro de Ambiente, que debería ser el guardián de los cursos de agua y su entorno, en todos esos sitios hay veterinarios, contadores, una anestesista, una escribana y un caudillo partidario. 

Ante una situación similar, la de la pandemia del coronavirus –una crisis que exigía apelar a los científicos y a la academia– Lacalle tuvo el buen tino de convocar a los mejores, más allá de sus raíces políticas, y en términos generales se atuvo a sus indicaciones. Es decir, se comportó como un estadista. Ahora, en este caso, se deja llevar por la soberbia y no ha consultado ni siquiera al Servicio Meteorológico Nacional. Quienes tienen aljibes en sus predios –en casas antiguas o en pequeñas propiedades rurales–, toman muestras del agua de esas fuentes subterráneas y las hacen examinar en los laboratorios privados para saber si es apta para el consumo humano. El Estado no ofrece ese servicio. Según fuentes del sector, la demanda de esos análisis se duplicó en el último mes.

Álvaro Delgado (Blanco), secretario general de la Presidencia, veterinario y productor rural, salió a hablar en nombre del gobierno ante el silencio de Lacalle, y sus intervenciones han sido contradictorias y poco rigurosas. Frente al rechazo de una población que tiene que comprar agua embotelladas hasta para tomar el mate –recordar que según el decir popular los uruguayos nacen con un termo bajo el brazo–, Delgado dijo que «es cierto que el agua de la canilla sale un poquito más salada, pero ahora vendrán las lluvias y volverá la normalidad».

Más allá de la muestra de insensibilidad de un dirigente que sería el presidenciable blanco en 2024, hay un alto grado de ignorancia, porque se elevó el índice de sodio de 200 miligramos por litro a 450 y el de cloro de 250 miligramos a 700, el doble y el triple, y ese es un aumento que supera los estándares de la OMS.

No potable, si bebible

El contador Robert Bouvier, devenido ministro de Ambiente al influjo del reparto de cargos por cuota política, habló para decir que «si vamos a los pruritos técnicos el agua no es potable en la definición perfecta de potabilidad, pero es consumible».

Para embrollar más lo ya embrollado, el ingeniero civil Raúl Montero, titular de OSE, «aclaró» que el agua «es potable aunque tiene valores superiores en algunos parámetros. En líneas generales les diría que con ella se puede cocinar, se puede usar para la higiene».

En este contexto, Lacalle fue a inaugurar un aula en una escuela privada de Montevideo y allí un niño le inquirió «¿qué pasa con el agua, que sale tan salada?». No habituado a las consultas impertinentes, Lacalle Pou calló y luego le preguntó a su interpelante infantil si algún adulto lo había mandado hacer esa pregunta. Ese día, 11 de mayo, fue la última aparición de Lacalle en los medios.

En este criminal concurso de improvisaciones y tomaduras de pelo hubo lugar para todos y, ante el mutis de Lacalle, Delgado es apenas el abanderado. Susana Montaner, la segunda de OSE, se le adelantó, y ante las advertencias sobre el riesgo que la excesiva salinidad del agua conlleva para  los hipertensos, fue directo al grano. «Que dejen de comprar una Coca Cola y destinen esa plata a comprarse un agua sin gas», dijo en uno de los programas de radio más oídos. La ministra de Salud, Karina Rando, no fue menos. Sacó a relucir su chapa de jefa de anestesiología del Hospital Militar, todo lo que es y la hizo digna de ostentar semejante cargo, y durante una interpelación legislativa propuso que para compensar la alta salinidad del agua «la gente coma menos pizza, menos chorizos y menos papas fritas».   «

Tabaré lo advirtió y dejó un proyecto

Lejos de las propuestas que heredó de los gobiernos del Frente Amplio (2005-2020), producto del trabajo de expertos e investigadores de la estatal Universidad de la República, el presidente Lacalle Pou se embarcó en un paquete que desechó esos estudios. Mientras se ignora la incidencia sanitaria que podría tener el exceso de sodio y cloro en el agua que consume la población, y los efectos de la alta salinidad en máquinas, motores y aparatos domésticos, los ciudadanos y las empresas actúan «en defensa propia». Con el proceso de enfriamiento de sus bombas y calderas comprometido, la petrolera estatal ANCAP analiza detener el refinamiento, y ciertos sectores de su proceso productivo.

El gobierno respondió con el grotesco: «Se agilizará la reparación de pérdidas en la red, se evaluarán aspectos tarifarios y se adquirirá una planta desalinizadora».

Antes de traspasar el mando, el fallecido presidente Tabaré Vázquez entregó a Lacalle un detallado estudio sobre los efectos del cambio climático en el sistema acuífero. Contemplaba el tratamiento de los lodos residuales en los actuales depósitos de agua y la construcción de una nueva represa en Casupá, en Florida, para contar con una reserva que evitaría situaciones como la actual. Lacalle desechó todo. Sin explicar costos y el tiempo que llevaría poner en funcionamiento la planta desalinizadora a importar desde EE UU, señaló que llamará a licitación para hacer el estudio de factibilidad de una represa en Arazatí (San José), una opción que había sido descartada por los gobiernos frenteamplistas.