Con el ascenso de un gobierno insumiso que está rompiendo con las dos décadas de postración a las que lo había llevado la ultraderecha comandada por Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos e Iván Duque, Colombia recobra su soberanía. De ser, desde su estratégica situación geográfica, el mejor servidor regional de EE UU, con la presidencia de Gustavo Petro recupera su capacidad de decisión. En la primera señal de la nueva política exterior del país, retomó relaciones con Venezuela –el hermano de sangre bolivariana–, empezó a combinar acciones entre las hasta ahora “enemigas” fuerzas armadas, reabrió la frontera y devolvió a Caracas la petroquímica Monómeros, uno de los símbolos del poderío externo de Venezuela, usurpada y entregada al presidente de utilería Juan Guaidó.

No es que Petro haya sorprendido, pero la devolución de Monómeros es un gesto potente. Es un golpe multidireccional al golpe. Les pega a todos. A EE UU, al que al menos momentáneamente le aborta sus planes desestabilizadores conducentes, en última instancia, al derrocamiento del gobierno constitucional de Nicolás Maduro. Y a los varios peones de Estados Unidos: la derecha colombiana, el ahora disuelto Grupo de Lima, la OEA y su secretario general, Luis Almagro, más los países –Uruguay, Paraguay– que con mirada cómplice observaban cómo se iba concretando el final del ciclo bolivariano.

Durante la cruenta campaña electoral que lo llevó a la presidencia, siempre estuvieron en el centro del discurso de Petro el rescate de la soberanía y el punto final a la política de entrega que había llevado a Colombia a ser el segundo mayor beneficiario global de la “generosidad”  made in USA, después de Israel, y escalar hasta ser el primer aliado extra continental de la OTAN. En su mensaje a la Asamblea General de la ONU, leído una semana antes de la apertura de fronteras de este lunes 26, Petro ya había sido duro con los grandes poderes del mundo, que pasean por todos los foros sus hipócritas proclamas contra las drogas mientras envenenan al mundo con el petróleo y el carbón… y las drogas.

Nada será sencillo en el porvenir, tras siete años de rutas, puentes, pasos y puertos fluviales cerrados en los que los casi dos millones de habitantes de la zona fronteriza –2219 kilómetros de ríos y montes, miles de familias binacionales fraccionadas y apenas el recuerdo de la bonanza de los antaño esplendorosos 8000 millones de dólares de intercambio comercial, hoy reducidos a poco más de 223 millones– vivieron acicateados por una dirigencia de ultraderecha que reclamaba diarias expresiones de odio, exacerbadas hasta el extremo por los medios de prensa puestos al servicio de la campaña de rechazo a todo lo que fuera o tuviera aroma a Venezuela.

En la previa al levantamiento de los piquetes policiales y militares en la frontera –antes de que el propio Petro participara del acto en el que entró a Colombia un camión con láminas de acero y a Venezuela otro con los medicamentos colombianos que el bloqueo de Estados Unidos y la derecha colombiana le negaron a Caracas, incluso en pandemia– se produjo un hecho inimaginable pocos meses atrás: los ministros de Defensa de ambos países se encontraron, se abrazaron y planificaron futuras acciones conjuntas.

Saben que en sus manos –unas fuerzas armadas formadas en el seno de su pueblo, las venezolanas, o entrenadas para el combate irregular por los instructores de Estados Unidos, las colombianas– queda uno de los principales desafíos de la reapertura de las relaciones: controlar el contrabando y garantizar la seguridad en una frontera –la más caliente y activa del continente americano después de la de México y Estados Unidos– donde hay una fuerte presencia de grupos armados que siguen siendo parte del conflicto interno colombiano: el guerrillero Ejército de Liberación Nacional, el narcotraficante Cartel del Golfo y los grupos paramilitares (Los Urabeños).

Las expectativas de la población pasan básicamente por volver a vivir el diario ir y venir que mantuvo unidas a las familias, y por recuperar las 3.000 puestos de trabajo perdidos cuando el cierre de la frontera cesó el comercio, desde acero, aluminio y medicinas hasta las humildes confituras artesanales, la panela, la chancaca y otros derivados de la caña de azúcar. Las expectativas empresariales vuelan, y eso es bueno. Hay quienes hablan de cerrar el año con un comercio de 2000 millones. Colfecar, la patronal de transportistas, estima que la normalización ambientará un tránsito de 200 mil camiones/año, 548 por día, sólo entre los puentes que unen Cúcuta (Colombia) y San Cristóbal (Venezuela). El primer día de apertura fue auspicioso: entraron a Colombia 16 toneladas de urea a 600 dólares, gran noticia para los campesinos, que se ahorran 100 dólares por cada tonelada.  «

Uruguay: Lacalle Pou o cómo hacerse el distraído ante un nuevo escándalo

El domingo 25 el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou regresaba de Costa Rica junto con sus tres hijos, aburrido porque los adolescentes se habían dormido y el jefe de su custodia, Alejandro Astesiano, se la pasó prendido a su celular. Sólo paró para avisarle al patrón que en la casa presidencial lo aguardaba el jefe de la inteligencia policial para tratar «un asunto reservado». Alguien le había avisado al patovica vip que él sería detenido apenas llegara a la residencia oficial de El Prado montevideano, y aprovechó el tiempo de vuelo para borrar «cientos de correos electrónicos seguramente comprometedores», dijo la Fiscalía.

El custodio se convirtió en el primer preso sacado, esposado, de semejante recinto. Ambos personajes se conocían desde 1999. En estos años, Astesiano fue investigado en 35 casos por robo, hurto, rapiña, tráfico de influencias, estafa y cambio de identidad de un vehículo. En 2014 coronó su record con una prisión de 18 meses. Lacalle jura y perjura que nunca se enteró, aunque desde 2014 su amigo, y en otros tiempos socios de la noche era, además, el custodio de todas las horas. Ahora cayó por liderar una banda que operaba en el cuarto piso de la casa de gobierno y se dedicaba a la falsificación y venta de documentos –cédulas de identidad y pasaportes– a ciudadanos rusos.

Los informes que le llegaban a Lacalle sobre su personal de seguridad estaban fraguados, y es cierto, pero el jefe de la Secretaria de Inteligencia Estratégica del Estado, Álvaro Garcé, asegura que le dijo cara a cara al presidente que en el legajo judicial de Astesiano aparecía que era responsable de todo aquello. Desde el primer momento el gobierno reaccionó con contradicciones cada día más groseras. Unos, como el senador Gustavo Penadés, hicieron gala de cierta cordura. «Esto recién empieza y nadie descarta que tenga ramificaciones y surjan otros responsables. El presidente se está comiendo un garrón importante». El senador Alejandro Sánchez (Frente Amplio) lo trajo a tierra. «Acá no hay sorpresas ni garrones, hay por lo menos –dijo– descontrol y responsabilidades políticas graves, y quizás algo más».