Las grandes petroleras norteamericanas y los responsables ucranianos del sector energético se embarcaron en un diálogo –celosamente guardado hasta fines de abril– con el que parecen estar interesados en confirmar una de las más elementales formas de explicar de dónde y cómo nacen las guerras. Casi escolarmente, proclaman, los conflictos bélicos se originan en la voracidad de una potencia por acaparar ciertos recursos o por la competencia entre dos comunidades por el acceso a los mismos bienes. Así se supo que el director de la gasífera Naftogaz, una de las joyitas de Ucrania, viajó especialmente a Washington para negociar a domicilio con los CEO de Exxon Mobil, Chevron y Halliburton.

Los ucranianos se enteraron de que su gas y su petróleo estaban en oferta gracias a un despacho de la agencia británica Reuter, que reprodujo al Financial Times, el diario especializado de Londres. La noticia les llegó junto con los videos de la coronación de Carlos III y las decadentes pompas de un Buckingham engalanado como en los tiempos del pasado colonial genocida y el anuncio del ministro de Defensa, Ben Wallace, sobre la “donación a Ucrania de una importante partida de misiles de largo alcance Storm Shadow”.

Sin que nadie se lo preguntara, el director de Naftogaz, Oleksiy Chernyshov, le ofreció la primicia al diario británico y precisó que “haremos hasta lo imposible para facilitarles a las empresas toda la operatoria de desembarco”. El ejecutivo ucraniano, un empresario del área inmobiliaria sin antecedentes en el sector energético pero buen amigo del presidente Volodímir Zelensky, contó las bases sobre las que se está negociando. “Como entendemos que es bastante difícil para las empresas privadas intervenir en un país en medio de una guerra, a cambio de su valeroso gesto de instalarse aquí trabajaremos para encontrar la legislación y los mecanismos necesarios para la defensa de su patrimonio”.

Foto: Sergei Supinsky / AFP

Riquezas, fracking y armas

Ucrania tiene importantes reservas de gas, pero no la extracción necesaria para satisfacer al mercado interno. Para obtener esos niveles debería apelar a la tecnología del fracking, un tratamiento hidráulico que se aplica sobre los reservorios no convencionales, como los ucranianos, para estimular la extracción, y durante el cual se fractura la roca mediante la inyección de fluidos a alta presión. El fracking, una tecnología relativamente reciente, es un procedimiento rechazado por los ambientalistas de todo el mundo. En el caso de Ucrania, donde el gobierno y la prensa oficialista buscan invisibilizarlos, sostienen que “el fracking es una amenaza clara y presente para envenenar las tierras agrícolas”

Los productores de combustibles fósiles y los grandes exponentes del complejo industrial-militar son los primeros y mayores ganadores de esta guerra en curso que, según sostiene la mayoría de los analistas, EE UU se esfuerza por estirar hasta la muerte del último ucraniano. La premura de Exon, Chevron y Halliburton por desembarcar en Ucrania, pese a los riesgos derivados del accionar en un país en guerra, es de por sí elocuente. De una u otra forma están presentes en alguno de los 34 conflictos armados, grandes o menores, que se desarrollan en algún lugar del mundo: Siria, Libia, Somalia, Sudán del Sur y el Cuerno de África, República Democrática del Congo, Mali, Afganistán, Armenia, Israel-Palestina, Yemen, Ucrania, etcétera, etcétera, etcétera.

El negocio de la industria armamentística ya no se puede cuantificar, está fuera de cualquier medición. Todas las semanas, cada día, de algún punto de Occidente –EE UU, la Unión Europea, Gran Bretaña– surge el anuncio de un nuevo despacho a Ucrania de armas de todo tipo, blindados, municiones, misiles, drones. La última semana Alemania y Gran Bretaña anunciaron el envío de formidables “donaciones” bélicas, no efectivo ni alimentos ni medicinas. “¿A quién se las van a comprar, ya no pueden salir de sus arsenales, agotados tras 14 descontrolados meses de ‘donativos’, a quién si no a la industria estadounidense?”, opinó el exministro de Economía griego, el progresista Yanis Varoufakis. “Estados Unidos no sólo propicia esta guerra, sino que no tiene ningún interés en que se acabe”, agregó.

Para el griego no hay contrapeso alguno, “la ONU y la UE no existen, la UE es un satélite de EE UU y la ONU una figura decorativa”. En una línea similar están el mexicano Andrés Manuel López Obrador y el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, que durante su reciente visita a Portugal y España bregó por la reestructura del organismo supranacional. Cuando llega la hora de señalar a los responsables de la crisis del este europeo todos coinciden en mirar hacia el lado de las petroleras y las fábricas de armas, protegidas por el presidente Joe Biden. Todos, junto con el mundo, se asquearon al conocer los dichos del jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell: “No es el momento del diálogo diplomático sobre la paz, es el momento para el apoyo militar”.

Lula volvió a afilar la puntería contra el Consejo de Seguridad de la ONU, el ámbito en el que se deberían poner los límites. “Paradójico –dijo– vivimos en un mundo en el que los cinco miembros con derecho a veto en ese Consejo que debería cuidar nuestra seguridad (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China), son los mayores productores y vendedores de armas… y los mayores participantes de las guerras. Cuando EE UU invadió Irak, el Consejo de Seguridad miró para otro lado, lo mismo pasó con Libia y lo mismo ocurre hoy con Ucrania. La geografía del mundo cambió, la geopolítica cambió, necesitamos construir un nuevo mecanismo que pueda hacer las cosas diferentes y cuide que las multinacionales no promuevan guerras para hacer sus negocios”.  «

El pretexto

Nunca el petróleo estuvo ausente de alguna de las guerras provocadas en las últimas décadas en cualquiera de los confines orientales o africanos. Siempre se buscó un pretexto igualmente cierto –aunque no por ello válido–, pero los dos grandes motores de toda matanza han sido los intereses de la industria bélica, con su cada vez más exquisita oferta destructiva, y el petróleo, necesario para llenar los arcones de las multinacionales y para mover los engranajes productivos de las grandes potencias. “Veámoslo de una forma bien sencilla, comprensible para todos. Tuvimos que ir porque ese país (Irak) nada en un mar de petróleo que nosotros necesitamos”. Así de llano fue el exsegundo del Pentágono, Paul Wolfowitz, en una cumbre con sus pares asiáticos en Singapur (29/5/2003).


Wolfowitz, que también fue titular del Banco Mundial hasta que renunció en medio de un escándalo que comprometió su moral, no fue el único que, embebido en petróleo, estalló pletórico de sinceridad. La finada Madeleine Albright –excanciller de Bill Clinton– no se quedó atrás y fue, además de sincera, cruel. Durante una entrevista con Lesley Stahl, la periodista de CBS le recordó que en el saldo de la invasión a Irak se contabiliza más de medio millón de niños muertos, y le preguntó: “¿Cree que vale la pena pagar ese precio para obtener unos galones de petróleo?”. La cita es de Democracy Now (24/3/2022). Albright, que en los años del genocidio iraquí tenía tres niñas, adolescentes aún, no vaciló: “Creo que sí, creo que valió la pena, necesitábamos ese petróleo”. No hubo más preguntas.


Gracias a esos niños asesinados las fábricas de armas festejaron, alumbraron los cielos de EE UU con los más bellos fuegos artificiales, y las grandes del petróleo (la norteamericana ExxonMobil, la italiana ENI, British Petroleum y la rusa Lukoil, junto a otras menores) extraen hasta hoy la riqueza de ese mar –Wolfowitz dixit– en el que nada Irak. Y gracias a la destrucción de Libia –de todo el país, menos su infraestructura petrolera– las norteamericanas Occidental Petroleum y ConocoPhillips, ENI, la noruega StatoilHydro, y la austríaca OMV extraen, refinan y sacan los hidrocarburos de lo que era una nación en desarrollo y hoy es un fantasma que nada en un mar de sangre.