En menos de diez días y con 27 asesinatos registrados, el gobierno de Dina Boluarte sigue el pie. Su única forma de sostén es la represión de la legítima protesta social. Es difícil imaginar cómo la entonces vicepresidenta que juró su cargo «por los nadies» haya dado este giro autoritario. En ese breve lapso ha formado dos gabinetes luego de las renuncias de varios ministros por miedo de convertirse en cómplices de un Gobierno que, como todos en los últimos 30 años, será indefectiblemente judicializado. Quien hoy funge de nuevo premier fue el ministro de Defensa la semana pasada. Por su parte, el Congreso ha votado en tiempo récord un adelanto de elecciones al mes de julio de 2024, una eternidad para el tiempo político peruano. Este hecho demuestra no solo la desconexión del Parlamento con su pueblo, sino la ausencia de una intención dialoguista real. El objetivo no es una salida a la crisis política sino un intento de domesticación del electorado provinciano por medio de la represión sostenida y desoyendo el principal reclamo de la ciudadanía: un nuevo pacto constitucional.

Sin embargo, la protesta no cede. Para entender cómo opera la agenda mediática en el Perú es útil conocer dos verbos: terruquear y cholear. El primero consiste en la acusación de vínculos con miembros –activos o no– del conflicto armado de los años ’80. En muchos casos ser «terruco» es directamente proporcional con ser provinciano, ya que las periferias fueron el principal escenario de disputa. En 1992 el líder de la principal organización, Sendero Luminoso, fue capturado de forma espectacular por Alberto Fujimori, quien lo utilizó como el anti símbolo de su Gobierno: orden y neoliberalismo. Abimael Guzmán murió el año pasado, pero la Constitución actual conserva una batería de leyes «antiterroristas» para aplastar cualquier disidencia al orden vigente. Es por eso que los medios de comunicación y el Gobierno han comenzado a catalogar a los manifestantes de este modo.

Cholear es aplicar el trato correspondiente a la categoría social de «cholo»: lo que el poder colonial consideraba como mestizaje cobrizo. Castillo es biográficamente una expresión de este sujeto político, a medio camino entre la ruralidad y la urbe y entre el imaginario indígena y el criollo. No es la primera vez que el electorado peruano elige el cambio. Lo hizo cada diez años en este siglo. En 2001 al elegir a Alejandro Toledo («Choledo»), en 2011 con Ollanta Humala y en 2021 con Pedro Castillo. Para entender la complejidad del escenario peruano es necesario diferenciar la legalidad de la moralidad. Castillo, al inmolarse decretando la convocatoria a la Asamblea Constituyente y el cierre temporal del Congreso, sellaba el pacto de reciprocidad moral con su gente. El pueblo refrendó en las calles lo que había manifestado con su voto y selló la suerte de ambos. Pueblo y caudillo pagarían la osadía con asesinatos y prisión preventiva.

Algunas paradojas de la política latinoamericana es que los liderazgos femeninos no siempre son progresistas y pueden funcionar muy bien para congraciarse con administraciones más «demócratas» que democráticas. En el caso de Dina Boluarte, personifica la máscara de la dictadura parlamentaria y el chivo expiatorio frente a la Justicia como la responsable política de la masacre. Por último, lo concerniente a la política exterior se apoya casi exclusivamente en EE UU. y vocifera contra «injerencia» de México y siete países latinoamericanos que denuncian el golpe de Estado y la consolidación de una dictadura que elimina adversarios políticos según su origen y color de piel, elementos constituyentes nada menos que de genocidio. Evitar nuevos genocidios fue precisamente el espíritu con el que fue creada la ONU. Invisibilizar y justificar esos asesinatos no solo es inmoral, también viola todos los acuerdos internacionales en materia de Derechos Humanos.  «