Después de un año en el que dictó los más nefastos fallos de la historia judicial de la gran potencia, y en medio de una estrepitosa caída de su imagen, la Suprema Corte a la que el expresidente norteamericano Donald Trump dotó de una impronta decididamente conservadora volvió a sus peligrosas bufonadas. Las del propio tribunal y las de su mentor. Tras dar un salto de saltimbanqui aterrizó en el pasado remoto y ordenó a las universidades que se abstengan de considerar la raza como factor determinante a la hora de admitir el ingreso de sus nuevos estudiantes. En sus decisiones vuelven a aparecer como figuras centrales pastores evangélicos cuyas prioridades no son precisamente religiosas, y el desprecio por las normas éticas aconsejables a un órgano de su tipo.

La mayoría ultraderechista de la Corte, seis en nueve miembros, terminó con la llamada «acción afirmativa» o «discriminación positiva», las dos formas tramposas de designar a una norma que regía desde mediados del siglo pasado y que tenía como objetivo declarado atemperar las desigualdades raciales en las instituciones académicas. «El alumno debe ser tratado en función de sus experiencias como individuo, de sus saberes, no de su raza», señaló en su escrito el presidente del cuerpo, John Roberts, ignorando que, nunca, un joven de familia pobre, negro o descendiente de nativos norteamericanos puede competir a la hora de aspirar al ingreso a una universidad con otro joven de buena cuna económica.

Historia

A fines de los ’50, varias de las universidades más selectas de Estados Unidos determinaron criterios étnicos en sus procedimientos de admisión para corregir las desigualdades que tienen sus raíces en el pasado discriminador y, así, aumentar en sus plantillas el porcentaje de jóvenes negros, aborígenes norteamericanos o latinoamericanos. El alto tribunal ignoró el discurso democrático que llevó a las universidades de Carolina del Norte y Harvard –las hoy castigadas con el fallo cortesano del jueves que, sin embargo, se hace extensivo a todas las altas casas de estudios– a ensayar con éxito esa política inclusiva, no discriminadora. Salvo los conservadores extremos, nadie niega esa realidad. Al comentar la decisión de la Corte, el propio presidente Joe Biden señaló que «somos un país discriminador». Lo dijo tres veces en dos minutos.

La Corte desoyó los alegatos de las universidades y optó por aceptar el criterio racista de la Students for Fair Admission (Estudiantes por una Justa Admisión). Esta entidad, ignorada en ámbitos universitarios, es liderada por el extremista Edward Blum –un «estudiante» de 71 años de edad– que acusó a las demandadas de «discriminar a los asiáticos». Tras ver rechazada su demanda en tribunales inferiores, para abordar la última fase, la de la Corte, Blum se relacionó con la minúscula iglesia Fe y Libertad. En realidad, acudió a los servicios de Rob Schenck, un pastor evangélico más conocido por su experiencia de lobista relacionado con algunos cortesanos, entre ellos el afro Clarence Thomas, un crítico de la discriminación positiva de la que se valió para ingresar a la prestigiosa universidad de Yale.

Los cortesanos ignoraron, también, los buenos resultados obtenidos con las políticas de inclusión universitaria que ellos anularon. A fines del siglo pasado nueve estados, uno tras otro, prohibieron la discriminación positiva, con la consecuencia inmediata de una fuerte disminución del alumnado negro, latinoamericano y aborigen. La proporción de alumnos de raíz afro en Michigan y California cayó del 7 a entre el 3% y el 4%, respectivamente. En las facultades más selectivas de la segunda, el alumnado negro se redujo 3,43% entre 1996 y 1998, y en 2022, un cuarto de siglo después de la caída de la discriminación positiva, la recuperación había sido mínima. Apenas se llegó al 5 por ciento.

Schenck y otros pastores de la ultraderecha evangélica, aunque el más locuaz es el líder y propietario de Fe y Libertad –una verdadera agencia recaudadora, dicen sus detractores–, han hablado públicamente de sus íntimas relaciones con miembros de la Corte de Trump. Es más, lo han hecho sin pruritos ante The New York Times, uno de los diarios más influyentes de Estados Unidos. Por él, por el pastor, se supo que semanas antes de la votación en el cuerpo, el cortesano Samuel Alito había anunciado a algunos de los personeros del reverendo lobista que tenía redactados y prontos para ser votadas, cada una en su momento, las normas que liberaban a los patrones del pago de un subsidio a sus empleadas embarazadas y, meses después, el fallo que prohíbe y pena el aborto.

Foto: AFP

Presente

Desde principios del año pasado la Corte acumula una sucesión de fallos que sólo les cayó bien a los sectores ultraconservadores afines a Trump. La cosa pasa por dañar aún más la imagen del gobierno en medio de una campaña electoral que ya está a pleno. El viernes, el tribunal cerró el primer semestre calendario de 2023 echando abajo el plan para condonar los préstamos estudiantiles que por más de 400 mil millones de dólares ahorcan a la legión de recién egresados. Mientras, fluyen miles de millones diarios para mantener la aventura bélica en Ucrania. Los fallos del jueves y el viernes se suman a la sentencia que acabó con el derecho al aborto, la que eliminó las restricciones para portar armas en la vía pública o la que le quitó a la Casa Blanca las facultades regulatorias para enfrentar el cambio climático.

En un Congreso en el que muchos legisladores demócratas también fueron cooptados por la ultraderecha, algunos creen todavía en la posibilidad de hacerle alguna mella a la Corte de Trump. El presidente del Comité Judicial del Senado, Dick Durbin, dijo que está asqueado de ver «el intento de los conservadores religiosos de cortejar a los jueces con comidas, compromisos sociales, viajes a sitios paradisíacos, entradas a diferentes eventos, juegos de beisbol y básquet compartidos…».

En fin, cosas comunes en estas comarcas del sur. Por ahora, Durbin se conforma con la imposición de un código de ética que ponga algún límite a la conducta cortesana. Sin embargo, el cuadro actual daría para más. Hoy, sólo el 40% de la sociedad ve con buenos ojos a la Corte, contra el 62% de hace dos décadas.  «