Si un señor dice hoy que hace 720 años, con absoluta precisión, 720 años, hizo o dejó de hacer algo, o es un bromista de escasa imaginación o sus procesos neuronales están en quiebra. Si días después el mismo señor evoca la muerte de su hijo, pero le erra en el tiempo y en las circunstancias, se abre generoso el campo a las especulaciones. Esos, y una persistente sucesión de episodios indicativos de algunas fallas en la salud mental del señor, tienen en el rol protagónico a Joe Biden. Allí, respetuosamente tratada, la cosa pasa a tener tintes dramáticos, porque el sujeto en cuestión es nada menos que el presidente de la aún más grande potencia mundial, el señor que manda y tiene en sus manos el futuro de los cerca de ocho mil millones de almas que pueblan el planeta.  

En tono de preocupación o de burla –los trastornos mentales de un tal personaje son buena materia para un contenedor político sin escrúpulos, llámese Donald Trump, o tantos diarios amarillos como esos que se multiplican por el vasto territorio de EE UU– la salud mental de Biden pasó a ser un tema central en un país en el que las instituciones y el mismo modelo democrático que pretende imponer hacen agua por los cuatro costados. De la mofa, porque un día no encontró la puerta por la que debía salir de un escenario, pronto se pasó a los análisis serios, porque no se estaba ante simpáticos furcios o simples bloopers. El mundo científico y medios circunspectos, como The New York Times y el Washington Post, llevaron a un primer plano las preocupaciones del establishment.  

A mediados de julio el presidente congeló a los norteamericanos cuando, sin darle mayor trascendencia, anunció que cursaba un cáncer severo de piel, «producto de la contaminación ambiental», pero que «ya está bajo control». Como chiste era de pésimo gusto, por eso a sus asesores les llevó horas decir que todo había sido una confusión. Fue lo más convincente que se les ocurrió, y a nadie convencieron. Después, al nivel del difunto Fernando de la Rúa, cayó en muchos similares despistes al concluir una entrevista o retirarse de un lugar. En realidad, lo del cáncer fue una mentira más, dicha vaya a saberse por qué, como la más antigua de sus mentiras, cuando aseguró que había sido detenido en Sudáfrica durante una frustrada visita a Nelson Mandela.

Lo más patético, sin embargo, llegaría el 12 de octubre, cuando en medio de un discurso en la centro-oeste ciudad de Denver (Colorado) juró por Beau, su primogénito, «para decirles –no importa qué ni exigía juramento alguno–, no como presidente sino como padre de un hombre que ganó la Estrella de Bronce y perdió la vida en Irak…». Se equivocó en todo, en la fecha, el sitio y las circunstancias de la muerte que aún llora la familia. Lo cierto es que Beau sirvió en las tropas invasoras entre 2008 y 2010, pero no murió en ningún campo de batalla sino en Delaware y en 2015, víctima de un fulminante cáncer cerebral.

Días antes, el 20 de setiembre, durante un informe leído en la Casa Blanca, había citado entre los presentes a la senadora Jackie Wallorski. Quería mostrarla, inquirió varias veces por ella, hasta que calló ante un severo tirón del saco. Wallorski murió el 3 de agosto y él había viajado especialmente a Indianápolis, a darles el pésame a sus deudos. En ese terreno lleno de contradicciones, Biden mantiene una antigua costumbre: acercarse a las adolescentes, tocarlas, olerles el pelo y aconsejarlas siempre que «no tengan nada serio con los chicos hasta los 30». Estos días se ve en las redes un desagradable video en el que aparece abrazando a una niña, durante un acto en una escuela primaria. Se ganó el apodo de «Creepy Joe» (Espeluznante Joe).

Su penoso historial hizo saltar los tapones del sistema cuando insistió haber ingresado al Congreso hace 720 años, es decir, 246 años antes de la declaratoria de la independencia de EE UU, cuando las Trece Colonias originarias expulsaron de América del Norte a las tropas británicas. «Pregunto a mis colegas que llevan mucho tiempo aquí: ¿cuánto llevamos luchando contra las farmacéuticas? Desde que llegué al Senado, hace 720 años, óiganme bien, hace 720 años y hablo en serio…”. Ronnie Jackson, director de la Unidad Médica de la Casa Blanca hasta 2018, fue el primero: «No hace falta ser neurólogo para ver que Biden tiene un grave deterioro cognitivo, habría que ver si está en condiciones de gobernar».

Tras tantos hechos que ponen en duda la salud mental de Biden, encuestas de Gallup y de Issues & Insights coinciden en que más de la mitad de los norteamericanos están afligidos por el estado general de Biden, que cumplirá 80 años el próximo 20 de noviembre. En agosto era el 59% el que se manifestaba «seriamente preocupado». En setiembre el índice creció hasta 64%. En una nota en el New York Post, el neurólogo Marc Siegel reclamó que «el país merece respuestas sobre la función cognitiva de Biden, lo más preocupante es el área de la función ejecutiva, que incluye la memoria, la atención, la orientación, el lenguaje, la capacidad de planificar y realizar tareas, concentrarse en información detallada y, sobre todo, tomar decisiones», dijo.

Aunque la situación debería preocupar al mundo, dado que Biden es el jugador mayor, no hay voces de otros jugadores que se hagan oír para referirse respetuosamente ante un tema tan delicado. Dejan todo librado al morbo y el amarillismo. El que sí aprovecha para hacer campaña con la salud presidencial es Trump. El senador Ted Cruz, uno de sus halcones, dijo que «si no se trata, no puede seguir en el gobierno». Pese a que sus facultades mentales estuvieron en duda durante su mandato, Trump no pierde ocasión para decir que «este demócrata está gagá». La semana pasada, en Nevada, el expresidente compartió un video mostrando los yerros de Biden, acompañando con sus brazos y su cuerpo el ritmo de la consigna de la noche: «Que se vaya ya, Joe vete ya».