El 25 de diciembre de 2021 se cumplieron 30 años de la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Para ese entonces, el presidente ruso, Vladimir Putin, hacía meses que venía reclamando un acuerdo amplio de convivencia en Europa. Cuatro días antes había declarado: «Es extremadamente alarmante que elementos del sistema de defensa global de EE UU se estén desplegando cerca de Rusia. Los lanzadores Mk 41, que se encuentran en Rumania y se desplegarán en Polonia, están adaptados para lanzar los misiles de ataque Tomahawk. Si esta infraestructura continúa avanzando, y si los sistemas de misiles de EE UU. y la OTAN se despliegan en Ucrania, su tiempo de vuelo a Moscú será de solo siete a diez minutos, o incluso cinco minutos para los sistemas hipersónicos. Este es un gran desafío para nosotros, para nuestra seguridad».

Desde mediados de año la situación era cada vez más tensa. El gobierno de Joe Biden había ordenado el retiro de tropas de Afganistán luego de una aventura desastrosa de 20 años y la entrega del poder a los talibán. Los mismos contra los que había combatido durante todo ese tiempo y a los que había armado y entrenado desde la década del ’80 del siglo XX ante la invasión soviética. Así como la aventura en esa nación asiática había acelerado la debacle de la URSS, no le fue mejor a los estadounidenses, que se habían enterrado con la OTAN y la anuencia de las Naciones Unidas. El orgullo estadounidense, otra vez golpeado como en Vietnam, necesitaba recuperar el discurso «excepcionalista» propio de su ADN.

Vayamos a esas tres décadas para atrás entonces. La disolución de la URSS, para muchas generaciones, era un hecho imposible. Fue, además, sorprendente que esa utopía se esfumara en tan breve tiempo.

Pero la URSS era una potencia militar de alto rango y el armamento nuclear que atesoraba no daba para que Occidente se sentara a disfrutar semejante acontecimiento sino a maniobrar la salida menos conflictiva a corto plazo. De modo que esa caída –buscada con ahínco por el mundo capitalista desde aquel lejano octubre de 1917– fue un proceso negociado con las autoridades que se fueron sucediendo en Moscú. Primero la reunificación alemana, luego el cambio de régimen en el resto de las naciones soviéticas. ¿Luego?

Mijaíl Gorbachov, ex presidente de la URSS
Foto: AFP

Mijail Gorbachov, fallecido en agosto pasado a los 91 años, quedó como un personaje controvertido para la historia de aquellos tiempos. Premio Nobel de la Paz en 1990, por haber «contribuido a la distensión» entre el este y el oeste, popularizó dos palabras en ruso: perestroika (reforma política y económica) y glasnost (transparencia). Sus críticos, en vista del resultado, lo acusan de haber sido un agente extranjero. Los que lo defienden, que intentó salvar a la URSS, sumida en una crisis interna que la dirigencia se negaba a reconocer. En concreto, el modelo colapsó y ese 25 de diciembre de 1991, tras la negativa de nueve de las 15 las repúblicas a permanecer en la Unión, Gorbachov renunció a la presidencia y se decretó el fin del mayor experimento del socialismo real de la historia. El 1 de diciembre de ese año los ucranianos habían votado mayoritariamente por la independencia.

Boris Yeltsin, el sucesor de Gorbachov, asumió como propio el discurso del libre mercado y lanzó a la ahora Federación Rusa a un viaje sin paracaídas hacia el neoliberalismo, Consenso de Washington incluido. Cerca del final de esa década comenzaría a tallar otro hombre fuerte en Moscú: Vladimir Putin, quien asumiría como presidente del gobierno (primer ministro) en agosto de 1999. En marzo, la OTANhabía aceptado la incorporación de Hungría, Polonia y República Checa, violando el compromiso de no avanzar «ni una pulgada hacia el este». *Pero la Declaración de Roma de 1991** y las incursiones del organismo militar en el Adriático desde 1992 y su responsabilidad en la sanguinaria guerra civil en Yugoslavia marcaban tendencia.

Putin había sido oficial de inteligencia y estuvo destinado a la central de la KGB de Dresde. A la caída de la URSS volvió a su Leningrado natal (ahora San Petersburgo) y decidió emprender una carrera política. En poco tiempo descolló sobre la nueva camada de dirigentes surgidos en ese período. Se carga al hombro el gobierno, formalmente en manos de un hombre enfermo como era Yeltsin, quien renuncia el 31 de diciembre.

Ya como presidente, Putin va reconstruyendo en principio, el orgullo ruso, y luego avanzó en la recuperación económica. El país había quedado devastado y sin rumbo y sus empresas más importantes en manos de camarillas en muchos casos ligados al viejo poder soviético o las ventajas de estar cerca de las nuevas dirigencias.

La Federación Rusa conserva una superficie de más de 17 millones de km2. Conviven allí ocho diferentes etnias, aunque la mayoritaria es la eslava. Las riquezas minerales son incalculables, lo que despierta la codicia de las multinacionales. Durante los distintos gobiernos de Putin, Rusia se convirtió en el principal proveedor de energía barata para un proyecto de integración con Alemania no escrito pero que se consolidó durante toda la era de Angela Merkel como canciller. De esa sociedad son los proyectos Nord Stream I y II, la tubería para el gas que alimentaba la industria alemana hasta las primeras sanciones contra Rusia luego del 24F. Fueron destruidas por un atentado en noviembre pasado.

Para los países occidentales –Europa, el Reino Unido y luego EE UU– el «oso ruso» fue tanto una amenaza como una tentación. Pretendieron invadir Rusia primero Napoleón y luego Hitler. Viejos temores y cierto racismo antieslavo generaron antiguas desconfianzas. Por el lado ruso, sin embargo, siempre existió la aspiración a ser europeos. Está en su ADN desde Pedro el Grande, en el siglo XVIII. La ciudad que hizo erigir a orillas del Báltico es un buen ejemplo.

En 2004, un nuevo desafío de la OTAN levantó quejas de Moscú, con la incorporación de siete países de siete naciones de la exórbita soviética de un saque. En 2018 quedó plasmado el viejo objetivo de desmembrar a Rusia en una hoja de ruta de la consultora del Pentágono Rand Corporation. ***

Vale la pena ver el nivel de análisis frío y especulativo de cada acción y contrastarlo no con lo que la Casa Blanca dice, sino con lo que hace.  «

*Compromiso Baker-Gorbachov: https://nsarchive.gwu.edu/briefing-book/russia-programs/2017-12-12/nato-expansion-what-gorbachev-heard-western-leaders-early

**Declaración de Roma:  https://www.nato.int/docu/comm/49-95/c911108a.htm

***Sobreextender y desbalancear Rusia: https://www.rand.org/pubs/research_briefs/RB10014.html

Zelenski, el presidente que está solo y espera

Horas antes, Volodimir Zelenski había vuelvo a pedir a sus aliados occidentales que le cumplieran las promesas de entrega de armas y tanques a Ucrania. «La guerra iniciada por Rusia no permite demoras. Puedo agradecerles cientos de veces, pero cientos de ‘gracias’ no son cientos de tanques”, urgió el ucraniano.Pero desde Alemania, el denominado Grupo de Contacto para Ucrania decidió no suministrar los tanques «Leopard2» de fabricación alemana, que reclama Kiev. Dejó abierta, si la posibilidad de enviar más adelante sistemas de defensa antiaérea. La información la dio el secretario de Defensa de EE UU, Lloyd Austin, tras una reunión en la base de Ramstein y aseguró, además, que su país tampoco enviará tanques «Abrams».

No le sale una al presidente ucraniano que, horas antes había dudado sobre la salud de Vladimir Putin. «No sé si todavía está vivo», dijo antes de regresar a Kiev tras la reunión con líderes mundiales en Davos, quienes le dieron la espalda. Mientras el Ministerio de Defensa ruso informaba que pasaba a controlar el pueblo de Lobkove, en  Zaporiyia, al sur de Ucrania.