El golpe de Estado en Sudán es el segundo que vive el país africano desde abril de 2019, cuando el Ejército derrocó a Omar al Bashir, el hombre que concentró el poder durante 30 años, por la presión de un movimiento de protestas inédito y voluminoso, que posteriormente los forzaría a compartir el mando de la transición con los civiles. Pero esa convivencia sobrevivió hasta el lunes.


El golpe fue de manual: por la mañana, los militares tomaron la radio y la televisión públicas para anunciar el fin del gobierno de transición, decretaron el estado de emergencia, cortaron el acceso a Internet y detuvieron al primer ministro Abdallah Hamdok, un antiguo funcionario de la ONU y la garantía de la nueva etapa que se preanunciaba para Sudán en el exterior. En pocas semanas, el general Abdelfatah al Burhan, jefe de las Fuerzas Armadas, debía entregar la presidencia del Consejo Soberano, el órgano encargado de conducir la transición, a un hombre ajeno a las armas.


Pese a la represión en la capital, Jartum, y en otras ciudades, la Asociación de Profesionales, que nuclea a sindicatos de varias ramas, desplegó una campaña de desobediencia civil. La sociedad sudanesa nunca confió en la junta militar que había consentido la caída de Bashir, pero no podía prescindir de ella en el intento por superar una historia de guerras civiles y un presente de inestabilidad política.


“El gobierno de transición tuvo una acción muy lenta. Los objetivos que se planteó no se cumplieron, en gran parte, por su composición. Estaba formado por civiles que participaron del proceso revolucionario y por militares que habían integrado el gobierno de Bashir, algo bastante heterogéneo. Hubo un desgaste de la primera euforia tras la salida de Bashir y los sectores militares, más apegados al statu quo, condicionaron mucho la transición”, señala Sergio Galiana, historiador especializado en África.


El director de la carrera de Historia de la Universidad de General Sarmiento compara la situación de los militares sudaneses con sus pares del vecino Egipto, donde el Ejército acaba siendo el partido único. “Las Fuerzas Armadas tienen muchos intereses comprometidos en la reproducción del aparato estatal. Son funcionarios públicos y miembros de los directorios de las empresas. El control del Estado resulta fundamental”, asegura. Lo cierto es que el destino de Sudán siempre terminó por decidirse en los cuarteles.


Burhan había fallado en un intento golpista de finales de septiembre, porque las movilizaciones en las calles de Jartum neutralizaron la jugada, pero aparecieron las primeras muestras de apoyo al Ejército. Mientras, las Fuerzas de la Libertad y el Cambio, el frente político que representaba a los civiles, se dividían. Los militares solo esperaron a que la situación social se degradara lo suficiente para entrar en acción.
En las semanas previas, el bloqueo del principal y casi único puerto de Sudán, sobre el Mar Rojo, había provocado desabastecimiento de trigo, combustible y medicamentos. El pan empezó a escasear, los pocos productos disponibles se encarecieron y las protestas se replicaron en varias ciudades. Para rematar, el gobierno acordó con el FMI la eliminación de los subsidios al diésel y a la nafta primero, y a los alimentos después.


“El país tiene una inflación del 400 por ciento, viene del conflicto en la región de Darfur y de haber perdido hace poco más de diez años una porción importante de su territorio”, explica Galiana en alusión a la independencia de Sudán del Sur en 2011. “Desde antes del golpe de Estado de Bashir en 1989, hay una enorme debilidad de la sociedad civil por la clausura del sistema político”, continúa.
De todas maneras, el golpe está lejos de ser una respuesta a los problemas de los sudaneses. La ONU, la Unión Africana y la Liga Árabe reclamaron por Hamdok que, si bien apenas pudo dar forma a la transición y atender las demandas de un país empobrecido, barrió con la legislación islamista de Bashir, incluida la mutilación genital femenina, y acercó Sudán a Occidente. Pero Burhan cuenta con la gracia de otro general, el presidente egipcio Abdelfatah al Sisi, y también con la simpatía de Emiratos Árabes Unidos y de Arabia Saudita, después de haber implicado a las fuerzas sudanesas en la guerra civil de Yemen. Para calmar los ánimos, prometió un gobierno de tecnócratas –sin políticos– y elecciones en 2023.


El líder de facto de Sudán es, en esencia, un alto rango moldeado por el régimen de Bashir. Fue comandante en Darfur, donde el Ejército y las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), una organización paramilitar, aplastaron una rebelión a comienzos de este siglo, con un saldo de 300 mil muertos y 2,7 millones de desplazados, según la ONU. Las FAR también asesinaron a manifestantes en las protestas que precedieron a la caída de Bashir y ahora están nuevamente en las calles.


“El gobierno de transición fue muy débil frente a los pedidos de la Corte Penal Internacional por Bashir. Hay dos alternativas: que sea juzgado dentro de Sudán o entregado a la Justicia internacional. Una vez que se empieza a juzgar a Bashir, siguen los mandos siguientes por los crímenes de Darfur, donde Burhan también está implicado. El gobierno no pudo avanzar porque estaban los que participaron de las masacres y las víctimas”, dice el académico. “¿Hasta qué punto estos actores que acaban de tomar el poder no están actuando para garantizar su propia impunidad?”. «