Durante mucho tiempo, recordaremos la imagen de los manifestantes que invadieron la sede de los tres poderes del Estado en Brasil este enero de 2023. En los golpes tradicionales, eran las Fuerzas Armadas las que tomaban los edificios estratégicos, y luego aparecían los civiles partidarios del golpe. Aquí no salieron las tropas, aunque quedó configurada una “zona liberada” que permitió el asalto. El punto de inflexión está dado por la obediencia o no de las fuerzas de seguridad: si reprimirán a los sediciosos –como sucedió en Brasil- o arrestarán a las autoridades electas –como fue en Perú, y antes en Bolivia-.

Esa característica no lo hace menos golpe, aunque más adaptado a las necesidades de los tiempos. En efecto, recuerda el modus operandi empleado durante las llamadas “revoluciones de colores” que sacudieron al espacio   post soviético a principios de siglo, los acontecimientos de la “Primavera árabe” a partir de 2010 e incluso el golpe de Estado en Ucrania de 2014, llamado Maidan.

Las derechas insurreccionales que cunden por América Latina tienen características propias. Así, establecieron la camiseta de la selección nacional de cada uno como insignia, como Keiko Fujimori en Perú o Bolsanaro en Brasil. Tal identificación significa pretender ser el país; también pueden condenar a sus adversarios al infierno, gracias a tanta predicación evangelista que ahora da frutos. Aunque sean minoría, esas élites presumen el sustento divino que aparece en los discursos y actitudes, como Camacho contra Evo en Bolivia: no olvidemos la escena de la Biblia en la casa de gobierno de La Paz durante ese golpe. Ser «Dios y Patria» exime de mayores argumentaciones. El enemigo político es ajeno y diabólico, siempre populista, cuando no comunista. Pensemos en la esposa de Piñera, que calificaba la sublevación popular en Chile como una obra de alienígenas o zombis. La degradación de lo político también llega a los conservadores, aunque los equívocos sobre la situación parecen pertenecer a todos: el componente simbólico de los golpes es esencial para la movilización y pone en segundo plano los intereses económicos.

En tiempos de crisis y guerra, el mercado privilegia la apropiación de los recursos naturales, como siempre. Para nuestros países significa la reprimarización de la economía, en desmedro de cualquier intento de industrialización. Parece que en Brasil, los que sustentaron el ataque a las instituciones provienen del agronegocio, del desmonte amazónico, del extractivismo minero, cuyo ciclo económico termina fuera del país. Nada más opuesto a la burguesía industrial del Estado de San Pablo, basado sobre el mercado interno y regional, cuyo apoyo a Lula fue demostrado en el abrazo con el expresidente Cardoso. Así de amplio tuvo que ser el frente de Lula para ganar las elecciones, y no por mucho. En otras naciones, parlamentos destituyen a presidentes electos, con decenas de muertos: las instituciones ya no dan cuenta de los problemas. Es el caso de  Perú: o disuelven el congreso, o disuelven al pueblo (veremos qué opina la embajada). En Bolivia existen amenazas de secesión, como la de Santa Cruz que presume de blanca.

El presidente Lula asumió su tercer periodo con decretos sobre limitación de la venta de armas, la preservación de la Amazonia, el freno a las privatizaciones, entre otros. Luego vino la violencia. Lula contestó con la legalidad y con uso legal de la fuerza pública. Hay que decir también que el gobierno brasileño orienta al centro, mientras que la derecha vira a la extrema derecha. También pasa en otros países de la región, pero Brasil nos da una lección sobre la política entendida como ejercicio del poder. “La estrategia es un arte simple, todo de acción”, escribió Napoleón. Quizás Lula lo leyó, en una traducción de Cardoso. Ahora lo aplica.