A veinticinco años de la caída de la Unión Soviética, cuatro repúblicas aún luchan por ser reconocidas internacionalmente en el marco de interminables disputas territoriales. Pese a que han concluido los periodos de guerra la violencia sigue latente: son los conflictos congelados, resabio de aquel 1991 en que todo cambió.

TRANSNISTRIA

Como si el Muro de Berlín no se hubiera convertido en millones de piedritas que compran turistas, como si el accidente nuclear de Chernóbil no hubiera ocurrido y Pripyat siguiera siendo una bulliciosa urbe, como si la Unión Soviética no hubiera colapsado ni engendrado quince nuevos países hace apenas un cuarto de siglo. Así es Transnistria, quizás el más curioso vástago de aquella caída, la tierra en donde la hoz y el martillo todavía imperan: donde la Unión Soviética aún vive.

Para Moldavia, al este de Europa, entre Ucrania y Rumania, el este del río Dniester le constituye un problema. Es ahí en donde nace Transnistria, un estado que se declaró independiente en 1990 y al que ninguna nación del mundo reconoce. Este país es más pequeño que Trinidad y Tobago, y tiene cerca de 700 mil habitantes repartidos casi equitativamente entre moldavos, ucranianos y rusos. Su diversidad étnica parece ensanchar el Dniester y distanciar a este territorio de Moldavia, que lo reclama como propio.

Durante cincuenta años en los que la región formó parte de la Unión Soviética las divisiones étnicas fueron dejadas de lado, pero en 1990 muchos preveían la inminente caída. Ya entonces las altas cúpulas del poder en la zona eran rusos, muy alejadas cultural, étnica y lingüísticamente del resto de Moldavia.

El año anterior el gobierno había decretado que el único idioma oficial del territorio sería el rumano escrito en alfabeto latino: el ruso y el cirílico quedaban descartados. Fue un duro golpe para las poblaciones étnicamente rusas y ucranianas del país, que adivinaron en este gesto no sólo una pronta independencia de Moldavia sino la instauración de un régimen político bajo control netamente moldavo.

En medio de violentas protestas y enfrentamientos, Transnistria decidió ir contra el colapso que se avecinaba y declaró su independencia en septiembre de 1990. El líder soviético Mijaíl Gorbachov intentó tranquilizar a las partes anulando esta declaración, pero en la práctica el gesto fue inútil: Transnistria era cada vez más ajena. Los choques continuaron intensificándose hasta que en agosto de 1991 Moldavia declaró su independencia.

Llegaron entonces voluntarios de Rusia y Ucrania para apoyar a los separatistas y se sumaron a una sección del ejército soviético que había quedado apostada allí. El 2 de marzo de 1992 comenzó una breve guerra en la que murieron alrededor de quinientas personas y que duraría hasta el 21 de julio, cuando se acordó un alto al fuego y Moldavia dejó de tener control de la zona en forma definitiva.

Antes de la caída de la URSS la mayor parte de la industria de la entonces República Socialista de Moldavia radicaba en Transnistria, mientras que el resto del país mantenía una economía basada en la agricultura. El 40% del PBI y el 90% de la producción eléctrica del país correspondían a Transnistria. Si a esto se le suma el apoyo económico de Rusia, resulta comprensible cómo un territorio tan pequeño y sin reconocimiento internacional puede funcionar de facto en forma independiente.

Hoy Transnistria utiliza como símbolo la bandera roja y verde que representaba hasta 1991 a la República Socialista Soviética de Moldavia, y su escudo con trigo, vides, una estrella roja, la hoz y el martillo, es el escudo nacional de esta nación no reconocida.

Pese a la simbología soviética por doquier, Transnistria no tiene nada de comunista. Su régimen político y económico es netamente capitalista, y depende en gran parte de las exportaciones de cemento, textiles y acero tanto a la Unión Europea como a la Comunidad de Estados Independientes, integrada por diez ex repúblicas Soviéticas.

También constituye un ingreso fundamental la venta de viejas armas soviéticas en el mercado negro, especialmente a países africanos. Y no deben despreciarse los enormes subsidios rusos. Por último, en Transnistria existe Sheriff, una compañía ligada a Igor Smirnov, presidente entre 1991 y 2011, que controla desde estaciones de servicio, supermercados, empresas de telefonía, a canales de televisión, dos fábricas de pan, una destilería y hasta el club de fútbol Sheriff Tiraspol. Desde Europa, Sheriff no es más que una gigantesca lavadora de dinero proveniente de la venta informal de armamento.

Transnistria representa para Rusia su punto más occidental de influencia, y lo utiliza como método de presión y control sobre Moldavia, que de a poco se acerca a occidente y que en 2014 firmó un acuerdo político comercial con la Unión Europea. Pero el reconocimiento ruso de independencia no llega porque Transnistria es demasiado pequeño como para resultarle relevante al Gran Oso. Entonces este enorme museo al aire libre, cubierto de hoces, martillos y estatuas de Vladimir Lenin, debe conformarse con el reconocimiento de tan sólo tres países que se encuentran en situaciones igualmente complejas, faltos de reconocimiento internacional y estancados en conflictos congelados desde la caída de la Unión Soviética hace 25 años: Nagorno Karabaj, Abjasia y Osetia del Sur.