La decisión de Estados Unidos de trasladar su embajada en Israel a Jerusalén, ciudad que la resolución 181 de la ONU no declaró en posesión legal de ningún país, significó no solo un gran revés para la población palestina sino también la pérdida para Israel de un aliado que le garantizaba un doble rol de socio estratégico y mediador en el conflicto con los palestinos.

Y es que si bien durante 22 años el ejecutivo estadounidense postergó la resolución de su Congreso que aprobaba el traslado de esta embajada actualmente situada en Tel Aviv, nunca existieron dudas de la solidez de la alianza entre EE UU e Israel, que aún en los momentos más tensos de la administración de Barack Obama cumplió e incluso amplió sus compromisos con el Estado judío.

De hecho, la razón de la postergación tuvo que ver con la conveniencia para ambos países de que Estados Unidos pudiera seguir presentándose como un mediador legitimo también para los palestinos, algo que pudo ponerse en práctica durante reiteradas negociaciones, entre las que sobresalen las cumbres de Camp David II en 2000 y Taba en 2001, que bajo la hoja de ruta del “Plan Clinton para la Paz”, permitió los mayores acercamientos tras los acuerdos de Oslo de 1993.

De esta forma, la decisión de Trump no representa un mayor respaldo del que históricamente brindaron los Estados Unidos a Israel, pero sí el abandono de una estrategia política, a raíz de cuestiones vinculadas a visiones y compromisos personales del propio Trump.

Las primeras, fueron expresadas durante el anuncio de la firma de la resolución, en donde justificó el traslado por ser Jerusalén “el corazón de una de las democracia más exitosas del mundo” y por el hecho de que “después de más de dos décadas de posponer el traslado, no estamos más cerca de un acuerdo duradero de paz, por lo que repetir la misma fórmula no daría un resultado diferente”.

Como también incidieron los compromisos mantenidos durante su campaña con sectores de la derecha norteamericana pro-israelí, como el empresario del juego Sheldon Adelson, que donó cerca de 100 millones de dólares, y el lobby evangélico que busca impedir que los musulmanes avancen sobre Israel.

Fuera de estos actores, la reciente decisión norteamericana solo parece perjudicar a ambos países, que durante las últimas décadas habían coincidido mayoritariamente, aunque más no sea por puro pragmatismo, en la fórmula de “dos Estados para dos pueblos”. Y es que mientras que el principal partido político palestino, Al Fatah, había entendido que resultaban imposibles sus anteriores intenciones de “borrar a Israel del mapa”, diversos sectores de la derecha israelí comenzaron a plegarse a la consigna de la izquierda judía de facilitar un Estado palestino al observar la realidad de una creciente población palestina que podría modificar la estrategia de sus dirigentes, tendiente a cambiar sus demandas de un Estado propio por la ciudadanía y el derecho a voto dentro del Estado de Israel, para así acceder a su gobierno.

No en vano, tras la decisión de Trump, el secretario general de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) Saeb Erekat afirmó que “el presidente norteamericano ha enviado un mensaje al pueblo palestino: la solución de dos Estados ha terminado. Ahora es momento de transformar la lucha por un Estado con igualdad de derechos para todos los que viven en Palestina». Estados Unidos, ya no podrá estar para mediar por una solución que conforme a ambas partes.