William S. Lind es un norteamericano «paleoconservador», cercano a Trump, nostálgico de una sociedad estadounidense basada en valores cristianos reaccionarios, con una fuerte impronta aislacionista. De más está decir que es un opositor a todo tipo de ampliación de derechos hacia las mujeres, minorías étnicas, de género e inmigrantes. Por cierto, no es una persona que adhiera al espíritu editorial de un medio como Tiempo. Entonces, ¿para qué convocarlo en esta reflexión?

Quizás porque allá en los ’80, Lind, junto con otros intelectuales como Martin van Creveld (de la universidad hebrea de Jerusalén) y algunos oficiales norteamericanos desarrollaron una tipificación de los conflictos armados, que si bien no es original tiene el mérito de ser ordenada. Distinguen cuatro tipos de guerras.

Las guerras de primera generación, propias del orden luego del tratado de Westfalia que define el monopolio estatal de las guerras, estaba basado en líneas y columnas de infantería. Ese arte llegaría al ápice durante las guerras de la Revolución y el Imperio francés. Al principio de la Primera Guerra Mundial, el esquema de líneas y columnas no resistía el poder de fuego habilitado por la tecnología. Es que la teoría militar con la que comenzaron los europeos a masacrarse a partir de agosto de 1914 no podía rendir cuenta de los avances tecnológicos alcanzados en un siglo. El heroísmo no resiste un alambrado, una trinchera, la ametralladora. Así surge la segunda generación, que puede ser resumida en la frase atribuida al Mariscal Ferdindand Foch: «la artillería conquista, la infantería ocupa».

Significa un bombardeo intenso de las posiciones enemigas hasta que nada pueda impedir el avance seguro de las tropas. Esta situación será superada por la guerra de tercera generación, basada en la rapidez y la maniobra. Aunque las primeras experiencias ocurren también durante la Primera Guerra Mundial, como la ofensiva del Mariscal ruso Brusilov que aniquiló al ejército de Austria-Hungría en 1916 o las ofensivas alemanas de 1918, la guerra de movimiento alcanzará su apogeo en la Segunda Guerra Mundial. Se la conocerá como «biltzkireg» o guerra relámpago, cuando a la potencia de fuego se suma la velocidad (tanques, aviones).

Hasta ahí, los tres tipos de guerra describen conflictos entre estados. Una contienda en la que un estilo es de primera generación no resiste el contacto con la segunda manera de guerrear; la segunda no resiste a la tercera. Entonces, ¿qué sucede cuando hay una guerra entre un Estado contra una o varias entidades no estatales? Son las guerras de cuarta generación.

¿Hay alguna novedad en esta cuarta generación de conflictos? En realidad no. Es el regreso de las guerras tal como eran libradas en el orden anterior al tratado de Westfalia, lo que demuestra el declive del Estado en el monopolio de la guerra legitima. Guerras privadas, guerras privatizadas, feudos de sangre, flujos de dinero ilegal, narcoguerras y «eso que llamamos terrorismo, que es la aplicación de las tácticas tradicionales de caballería ligera árabe con integración de la tecnología existente», escribía Lind en el 2004. De allí la necesidad de un profundo conocimiento de la historia para entender los planos estratégicos, operacionales y tácticos.

Las conclusiones a las que llega este grupo de anticomunistas parecen interesantes. Como «paleoconservadores» detestan a los llamados «neoconservadores», base del establishment norteamericano. Los acusan de arrastrar a Estados Unidos a guerras inútiles en lugares alejados, conflictos que no puede ganar, ya que la doctrina estadounidense está atascada en las guerras de segunda generación y carece de comprensión por la cuarta dimensión de las guerras, donde lo importante es la gente, luego la moral (entendida como voluntad de continuar el combate) y después vienen las máquinas y la tecnología.

Cuando un ejército estatal pelea contra entidades no estatales, lo principal es desescalar el conflicto y buscar la negociación, no llenar de plomo al adversario: eso inversa las prioridades. Estos «paleoconservadores» consideran que la destrucción de un Estado vencido es la peor opción posible. No hay con quién negociar, destruye la sociedad, humilla a los vencidos y es el caldo de cultivo perfecto para las entidades no estatales. Por cierto, no lo dicen tanto por razones humanitarias, sino porque son muy contados los casos en que Estado le ha ganado una guerra a una entidad no estatal.

Durante la guerra de Irak, Lind escribía que Estados Unidos sólo podía contemplar la retirada; quedaba por saber si será a las corridas o en orden. Al final, lo pudimos constatar en Afganistán. En 2002, Van Creveld señalaba en una entrevista que «si usted es el fuerte y golpea al débil, cualquier cosa que haga será criminal». Hablaba del conflicto entre Israel y Palestina.

He tratado de distraer a quien leyere con esta sesión de sesudos análisis. Pero el horror que vemos en nuestras pantallas supera cualquier conjunto de palabras. Vemos lo que es la guerra sin política: un ejercicio de exterminio.