Es curioso pero los más lúcidos estrategas de la política exterior de los Estados Unidos del último medio siglo no son nacidos en América. Uno de ellos es más popular: Henry Kissinger, impulsor del histórico encuentro de Richard Nixon y Mao Zedong en 1972 y de los golpes genocidas en Latinoamérica desde un año después, nació en la ciudad bávara de Fürth y emigró con su familia huyendo de la persecución nazi.

El otro, Zbigniew Brzezinski, dio sus primeros berridos en Varsovia en 1928, se educó en Canadá, donde la invasión hitlerista encontró a su padre diplomático en 1938, y se graduó en Harvard, ya con ciudadanía estadounidense. Entre sus logros diplomáticos podría contarse el acercamiento del cura Karol Wojtyla a la CIA y a los centros del poder real en Washington que aceitó la llegada del obispo polaco al Vaticano. Ese fue, visto a la distancia, el inicio de la caída del poderío soviético porque Juan Pablo II fue el ariete para los levantamientos anticomunistas en el país más católico del este europeo.

Brzezinski acompañó a James Carter y dio sustento pragmático a su política exterior en un momento crítico para la región, por los crímenes de las dictaduras sudamericanas de la era Kissinger. A esa altura, ZB ya trabajaba –además de su cátedra universitaria- para el magnate David Rockefeller, que lo había contratado para solventarle una propuesta muy conveniente para el esquema imperial que –en esto se iguala con HK- quería defender y extender al resto del planeta: la Comisión Trilateral, llamada a ser un colosal thinktank entre EE UU, Europa y Japón para vencer al sistema comunista.

El experto diseñó desde su puesto de Consejero de Seguridad del mandatario demócrata (1977-1981) la estrategia de defensa que exacerbó el ataque político contra la URSS cuestionando a ese enemigo por su política de derechos humanos. Cierto que eso ayudó en muchos casos puntuales a víctimas del terrorismo de estado en Argentina y el cono sur de América. Pero era un intento por un lado de arreglar desaguisados que el propio Departamento de Estado había promovido y por el otro para acorralar al Kremlin ante los organismos internacionales. Esto se hizo más patente luego de la invasión soviética a Afganistán en 1979.

Todo este prolegómeno quizás no sea más que una presentación de un personaje determinante en la política exterior estadounidense. Un personaje escuchado y respetado por lo que sabe y por lo que es capaz de prever. Por así decirlo, es uno de los gurúes del imperio cuya palabra tiene verdadero peso en las grandes decisiones del Departamento de Estado, por más que no ocupe cargos públicos desde hace décadas.

De hecho, cuando Barack Obama asumió su cargo, el 20 de enero de 2009, era uno de los pocos a los que el primer presidente afrodescendiente en llegar a la Casa Blanca prestaba oídos. Una forma, quizás, de soslayar las críticas que lo acusaban de saber poco y nada del manejo de las relaciones exteriores. Porque, se decía, era para eso que la había nominado a Hillary Clinton, su candidata ahora a sucederlo.

Desde hace algún tiempo, Brzezinski no es tan optimista sobre el futuro de Estados Unidos como potencia imperial. Más bien, si en 1997 había pergeñado en El Gran Tablero Mundial (La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos) el modo en que ese imperio debía consolidar su poderío cuando habían pasado casi diez años de la desaparición de su rival de la Guerra Fría, ahora tiene una perspectiva casi opuesta. Lo que no implica un renunciamiento al mantenimiento de una posición hegemónica.

Así, en un artículo para la revista The American Interest que tituló “Hacia un realineamiento global”, Brzezinski reconoce que “los Estados Unidos ya no son una potencia imperial mundial” y prevé que ante esta circunstancia pueda ocurrir un proceso de caos mundial que, considera, debería evitarse por lo riesgoso para el planeta.

«A medida que termina la era de su dominación global, Estados Unidos tiene que tomar la iniciativa en el reajuste de la arquitectura de poder global”, señala el gurú polaco-estadounidense. Su recomendación es hacer las paces con Rusia o con China o con ambos (“incumbe a los Estados Unidos modelar una política en la que al menos uno de los dos estados potencialmente amenazantes se convierta en un socio en la búsqueda de la estabilidad regional y luego global”, escribe), y por lo tanto, involucrarlos para dirigir de alguna manera la cuestión del Medio Oriente y las relaciones con el mundo musulmán. Y desde allí reorganizar el mundo de modo de mantener un rol destacado para su patria de adopción.

A unos días de la crucial elección en Estados Unidos, es bueno recordar a este pensador clave en la política imperial, porque sin dudas su palabra indica un rumbo más que probable para la política exterior de quien gane el comicio. Sea quien sea, y a pesar de que el hombre ya anda por los 88 años.

Donald Trump ya dijo que se amigará con la Rusia de Vladimir Putin, aunque muestra cierto resquemor ante la producción industrial china, que se llevó parte de las industrias que se fueron de EEUU. Hillary ya mostró qué es capaz cuando fue secretaria de Estado. Dura y belicosa, pero en aquellos tiempos (2009-2013) entre Obama y Putin había “buenas vibras”.

Obama aparece en estos últimos meses enfrentado tanto a Moscú como a Beijing, pero por debajo de la superficie hay una corriente que en todo tiempo y lugar lleva siempre a lo inevitable. Y la decadencia de Imperio Americano ya no es una sorpresa o una elucubración de la izquierda internacional.

Hasta el gurú más respetado del imperio lo dice, y en el fondo las dos caras que ofrece hoy día el sistema electoral estadounidense, dos figuras de las menos convocantes de la historia, representan seguramente el momento que vive esa nación con la mayor claridad que cualquier elaboración académica.