En un contexto de avance mortífero de pesticidas, malas prácticas agrícolas y el cambio climático que todo lo cubre, crece una nueva preocupación para el medio ambiente argentino: el país pierde anualmente un 34% de sus colmenas de abejas, y es el quinto país de América Latina con mayor tasa de mortandad de estos insectos clave para el ecosistema, con servicios esenciales como la polinización de alimentos.

La pérdida general de colmenas era una verdad que se percibía entre los productores apícolas de la región, pero no había un número que la confirmara. Por esto la Sociedad Latinoamericana de Investigación en Abejas (Solatina) decidió encuestar a miles de productores de diez países. Dieron con datos alarmantes: mientras países como Perú y Ecuador exhiben pérdidas anuales del 12,6% de sus colmenas, aquí se perdió un 34%, y el deterioro crece año a año. Chile tiene el peor registro: 56% de muertes anuales.

El próximo paso es el establecimiento de las posibles causas, y la elaboración de acciones para revertir esta situación, en un país donde hay casi tres millones de colmenas. Pero no es nada fácil cuando el propio gobierno que debe llevar adelante políticas de promoción y control es el que incentiva el uso de los mayores enemigos de las abejas: los agrotóxicos.

«La pérdida es mayor a la que esperaba», se sincera Lucas Landi, investigador de la cátedra de Apicultura de la Facultad de Agronomía de la UBA y del Programa Nacional Apícola del INTA, que forma parte del Grupo de Monitoreo de Solatina. En diálogo con Tiempo, explica que «el grueso de la población no percibe la importancia que tiene esto. Que las abejas no puedan vivir en un medio ambiente habla del deterioro en la salud de ese ecosistema. Esto puede relacionarse con los agroquímicos pero va mucho más allá. Hay que mirarlo desde un aspecto global, entre el cambio climático, el uso de las tierras para monocultivo y el desplazamiento de la frontera agrícola. Por eso es tan importante diversificar la producción, dejando hábitats naturales donde puedan vivir polinizadores, pues de ahí proviene nuestro alimento».

Marzo de 2018, Traslasierra, Córdoba. En una zona apreciada por sus cortes de floración y sus «mieles boutique», siete productores apícolas denunciaron que se les murieron 72 millones de abejas, de unas mil colmenas. Para Enrique Páez es su trabajo y su vida desde hace 35 años. Desde un primer momento sostuvo que la culpa fue de los pesticidas. Las autoridades desconfiaron, pero al analizar las muestras, pudieron confirmarlo. Lo mismo pasó en Entre Ríos.

La Sociedad Argentina de Apicultores (SADA) elevó un reclamo al entonces Ministerio de Agroindustria, por el avance indiscriminado de la siembra directa y los agroquímicos. Luis Miguel Etchevehere, extitular de la Sociedad Rural, les respondió con una pregunta: «¿Cómo piensan convivir con eso? Porque el modelo no va a cambiar».

Roberto Imberti, de SADA, hace foco en «el glifosato, que deja sin comida a las abejas, porque mata toda la flora de interés apícola, y después otros agroquímicos como el neonicotinoide, que produce serios disturbios a la abeja, la desorienta y no puede volver a la colmena, o directamente la mata. Tratamos de concientizar a los productores, pero no es sencillo».

En Azul, provincia de Buenos Aires, los productores debieron mudarse de la zona de la Boca de las Sierras, camino a Tandil, hacia otra más ganadera, por culpa del avance de la soja. En esa ciudad se organiza la ExpoMiel, que dirige Guillermo Franco: «La abeja es un insecto de millones de años, que se ha ido adaptando al ambiente para sobrevivir, pero esto es demasiado rápido y agresivo. Le quita algo fundamental: su dieta, la variedad de flora que necesita consumir para regenerar sus músculos y alimentar a sus crías». O mueren de hambre, o envenenadas. Su refugio más preciado hoy es el Delta, con su flora virgen y sus lechos antisoja.

El 95% de lo que fabrican las abejas en la Argentina se exporta. Si bien en los últimos años, con el boom de las comidas y medicinas naturales, volvieron a ponerse en valor la miel y otros productos como el polen, la jalea real y el propóleo. De todos modos, la importancia de las abejas no radica en la miel sino en la polinización, vital para la producción de alimentos. Siete de cada diez son polinizados por la abeja: almendras, manzanas, ciruelos, duraznos. «Recorre todas las flores buscando néctar, y como su cuerpo es peludo, arrastra polen y poliniza las flores. Acá es fundamental sobre todo para los frutales de los valles del sur».

En un rubro dominado por un oligopolio de exportadores, los apicultores reciben por un kilo de miel entre 63 y 70 pesos, en tambores de 300 kilos que ellos mismos deben comprar. Pero en el supermercado pueden encontrarse frascos de 250 gramos a 150 pesos. «El alto valor, y tal vez una falta de información o de cultura de consumo, genera que no se pida mucha miel en el mercado interno –se lamenta Franco–, y quizás terminan llevándose un pote de dulce de leche que es mucho más dañino». «

Mieles rechazadas por contener transgénicos

La muerte de colmenas también se da en Europa, donde ya empiezan a rechazar mieles por ser «transgénicas».  Ocurrió en Alemania con la miel uruguaya, en 2011. Un apicultor alemán, al que le habían rechazado comercializar su miel por estar contaminada, le hizo juicio a la empresa Monsanto porque su polen contenía rastros de maíz transgénico MON 810. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea falló en su favor.

Mientras que en el Viejo Continente avanzan las prohibiciones al glifosato y los productores son subsidiados, aquí deben aceptar los precios fijados por los exportadores, diez veces por debajo de lo que se vende en el supermercado. A diferencia de la Argentina, en Europa (donde hay 600 mil apicultores que generan ganancias por 14.200 millones de euros al año) el consumo de productos de la abeja es tan alto que debieron recurrir a la importación de edulcorante, sobre todo de China, lo que conllevó a su falsificación y la reducción de su calidad. De hecho, el Parlamento Europeo presentó un informe en el que pidió reforzar el apoyo al sector de la apicultura europea, incrementando la financiación de los programas nacionales apícolas, estudios de investigación y medidas para proteger las razas de abejas locales y regionales. Pero sobre todo, la necesidad de prohibir los pesticidas dañinos.

De prestado en campos ajenos

La tarea del apicultor no es fácil. La mayoría vive de prestado en campos ajenos. Y los dueños de los terrenos tampoco los miran con buenos ojos, por falta de información sobre las abejas y por el mito de «las abejas asesinas y nuestros trajes blancos marcianos», como lo describe Guillermo Franco, productor de Azul. «Es fundamental que haya abejas. Pero a veces te cobran para estar. Y tampoco les ocupamos tanto espacio».

El período de cosechas se extiende entre diciembre y febrero. A mitad de año, las abejas suelen invernar, tratando de incorporar grasa y proteínas. Cuando detectan néctar en las flores, las obreras avisan al resto con una danza peculiar. En la colonia se pasan el néctar de boca en boca, le agregan enzimas internas y la tarea final es colocarlo en las celdas, batiendo las alas hasta 12 mil veces por minuto para secar y espesar la miel.

Hoy el sector apícola trata de sumar profesionalización a un ambiente dominado por emprendimientos familiares. «Hoy se compra a la reina de cabaña. Hay gente que se dedica sólo a criar reinas, para que tengan más calidad. O incluso se compran a Italia, por 5000 pesos. Y pueden llegar a poner hasta 2000 huevos por día. Eso sí, la reina madre termina siendo una esclava, porque si no es eficiente, las obreras la cambian por otra».