La anécdota se contó muchas veces, se quitó o se agregó algún detalle, fue irremediablemente distorsionada hasta que Samanta Schweblin escribió la versión definitiva en el prólogo de los Cuentos Reunidos de Liliana Heker.

“Yo sobreviví a la entrevista, pero recibí mi primera lección cuando me uní finalmente al grupo: atenta a la experiencia que traía de talleres anteriores sabía que la comida y la sociabilización eran importantes, así que para hacer buena letra llevé a ese primer encuentro una fuente de galletitas recién horneadas. Entonces Liliana Heker me dijo ‘Me encantan las galletitas, pero a la hora del mate. En este taller no se come’. A la hora de trabajar, se trabajaba. Pero también era un taller donde, terminado el trabajo, se festejaba con creces –publicaciones, premios, encuentros–, y esos años hubo mucho que festejar”.

No sólo Schweblin tiene algo para contar. También Pablo Ramos, Inés Garland, Guillermo Martínez y tantos otros, menos reputados, que han pasado por el taller a lo largo de cuarenta años. Era hora de que la “maestra” dijese lo suyo.

La trastienda de la escritura, editado por Alfaguara, es un testimonio de vida “sobre la aventura de escribir ficción”. Heker, sin pontificar ni ser didáctica, ahonda en su “propio secreto” y, más valiente aún, lo comparte: “Lo único que me sentí capaz de hacer –lo que finalmente hice– fue narrar mis propias búsquedas, tropiezos y convicciones a propósito de la escritura, el deslumbramiento que me provocaron ciertas lecturas, varios hallazgos ajenos de los que fui testigo”. 

Ese viaje íntimo (y ahora publicado) a través de una vida dedicada a escribir cuentos, novelas y ensayos, no desemboca en fórmulas ni atajos, sino promueve del modo posible el descubrimiento del propio camino.

“Creo que nadie le puede enseñar a otro a escribir. Más ceñidamente, creo que nadie le puede enseñar a otro a ser escritor. Pero también creo que todo escritor, por caminos complejos y diversos, aprende su oficio”, avisa Heker de entrada y enseguida agrega: “Ese trabajo tiene que ver con el oficio pero, mucho más, con la expresión del universo personal”.

Los talleres literarios, entonces, no van a dotar al escritor novato de una virtud y un talento que hasta ese momento no habían dado señales de vida; tampoco de un método infalible de producción a prueba de páginas en blanco, por el contrario, el taller “actúa como catalizador: acelera o ilumina ciertos procesos”.

Partiendo de la base de que algunos secretos del que escribe ficción “son comunicables”, Heker avanza implacable sobre la importancia de trabajar con “un grupo de creadores capaces de captar, alentar y, a la larga, producir una observación acertada, una sugerencia que, en el mejor de los casos, actúe como revelación”.

Ese crecimiento “parecido al estallido”, arriesga la autora, solo puede producirse en aquellos escritores en ciernes desprovistos de prejuicios, que desconfían de las reglas y que van “construyendo su propio credo”.

Con ese tono iconoclasta, el libro cuestiona la inspiración (“Esta manera de entender la escritura supone como sagrado el acto creador y, de un solo saque, aniquila el oficio, el trabajo y, en algunos casos, cualquier indicio de talento”), elogia el caos (“La creación no es prolija. Hay que enredarse en el caos, hundirse sin salvación en él”) y aconseja sospechar del prestigio (ese “aura inservible”). También declara a la corrección como “el ejercicio supremo de la libertad creadora”.

“Habría que corregir con la pasión con la que Miguel Ángel trabajaba el bloque de mármol, sabiendo que el Moisés está ahí dentro”, insiste Heker porque es precisamente ese buscar en cada caso la forma el verdadero trabajo del escritor. También advierte que nadie además de él mismo sabrá cómo hacerlo: “Descubrir cómo se cuenta aquello que hasta ayer había aparecido como caótico y resistente a ser narrado, constituye una alegría difícil de comunicar. Y de emular”.

El que avisa no traiciona.